Investigar, condenar, prohibir. La democracia según la UE
por Mario Landolfi
https://www.destra.it/home/indagare-condannare-proibire-la-democrazia-secondo-la-ue/
¿Recuerdan la famosa frase de Voltaire («desapruebo lo que dices pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo») repetida hasta la extenuación a mayor gloria de los principios de tolerancia, democracia y convivencia civilizada? Pues acostúmbrese, porque se está dejando de producir y pronto pasará completamente de moda. Sí, los tiempos están a punto de cambiar. Sin duda. Incluso en ese paraíso artificial de reglas perfectas, principios inquebrantables y unanimidad intocable que llamamos Unión Europea, pero que no es más que la parodia burocrático-tecno-financiera de Europa. Incluso allí, el irresistible Voltaire parece destinado a dar paso al Gran Hermano de memoria orwelliana, con tanto respeto por la democracia y la soberanía popular. Y todo ello ocurre -he aquí la paradoja- en constante alarma por el consabido «fascismo al acecho» y en medio de una cruzada prohibida por las democracias para arrancar a Ucrania de las garras del Oso Ruso. Tonterías.
Lo cierto es que las clases dirigentes europeas empiezan a considerar la soberanía popular como un serio factor de riesgo para el poder establecido. Pero en lugar de interceptar las causas profundas que impulsan a masas cada vez mayores de ciudadanos hacia partidos antisistema, prefieren señalarlos como peligrosos extremistas. Confundiendo así el efecto con la causa. En la práctica, es como meterse con el termómetro si indica fiebre. Así que adelante con los desgarros procesales, el forzamiento legal y los cambios constitucionales allí donde se necesitan respuestas políticas. La izquierda lo ha hecho en Dinamarca con intervenciones serias y severas sobre la inmigración, y no es casualidad que goce de excelente salud. El resto es un clamor griego que de Francia a Alemania, pasando por Rumanía, esboza mejor que un tratado de ciencia política el nivel de crisis al que han llegado los otrora tan celebrados sistemas políticos, al menos los de París y Berlín.
Empecemos por Francia, cuna de Voltaire y de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. En la primera vuelta de las elecciones legislativas del pasado mes de junio, triunfó la Agrupación Nacional de Marine Le Pen. Como estaba mandado, saltaron las alarmas democráticas, todo el mundo se confabuló contra ella y en la segunda vuelta ganó la Francia Insumisa de izquierdas liderada por Jean-Luc Mélenchon. En ese momento, ¿qué hace Macron? Con un parlamento plagado de nacionalistas, soberanistas y comunistas trotskistas, llama primero a Michel Barnier y luego a François Bayrou, dos ilustres cariátides centristas sin votos, para formar el nuevo gobierno. El mensaje es claro: sin su placet, el consenso electoral en Francia no vale nada.
Pero no se ha acabado. De hecho, según los sondeos, Marine Le Pen sigue siendo competitiva, y por tanto peligrosa, como candidata presidencial en 2027. Para esterilizar sus ambiciones, esta vez, están los jueces del Tribunal de París, que sólo necesitan declarar inmediatamente ejecutable la inhabilitación para cargo público impuesta a la rubia líder de Rassemblement junto con la condena a cuatro años de cárcel por malversación para completar su misión. Salvo milagro, el candidato soberanista está fuera de la carrera al Elíseo. Menos refinada es la técnica utilizada en Rumanía. Aquí son los jueces del Tribunal Constitucional los que accionan la palanca jurídica que «corrige» la soberanía popular, cuyo veredicto resulta muy mal acogido por el establishment. Otro soberanista, Calin Georgescu, es el perdedor. En noviembre, sale triunfante de la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Pero los jueces anulan la votación y expulsan al candidato de la competición. ¿El motivo? Una supuesta y nunca certificada injerencia rusa en la campaña electoral. Un juego de niños. Pero los votantes rumanos también son testarudos. Y como prueba de que los rusos no tuvieron nada que ver, en la nueva primera vuelta (es lo de estos días) premiaron al nacional-conservador George Simion, que se ha colocado a la estela del excluido Georgescu, cuyo consenso también heredó.
Por último, pero no por ello menos importante, Alemania. Aquí reina la profesionalidad y el respeto maníaco de los procedimientos. He aquí los hechos: la Oficina para la Protección de la Constitución (existe realmente), dirigida por un Servicio Interno no especificado, ha propuesto la prohibición de Alternative für Deutschmark, el segundo partido más importante en las últimas elecciones (ahora primero en las encuestas) por ser una «organización extremista y antidemocrática». El mero hecho de que un organismo con un nombre tan orwelliano exista y opere en Alemania -y aquí llegamos a las opiniones- suscita serias dudas sobre el nivel real de democracia en ese país; el hecho de que este organismo esté confiado al cuidado de «falsos barbudos» (tal vez incluso 007 entrenados por antiguos agentes de la Stasi) convierte la duda en sospecha; la circunstancia, en fin, de que una guarida de espías pueda decidir quién debe gobernar un país de más de ochenta millones de ciudadanos, suena a siniestra confirmación de que el respeto a la soberanía popular se va a la mierda incluso donde menos se espera, es decir, en la nación más avanzada y mejor situada de Europa. Sin embargo, hay quien afirma que una democracia se defiende incluso así, es decir, dejando de serlo. Increíble.
Quienes, en cambio, pretenden justificar el caso alemán por su contexto, sin duda dan más en el blanco. Es cierto: a diferencia de Italia, la otra potencia derrotada en la Segunda Guerra Mundial, que optó por una constitución dinámica, Alemania adoptó una constitución estática, que no distingue -es decir- el método del fin: ambos deben ser democráticos. Con nosotros, sin embargo, sólo lo primero. Esta es la razón por la que en Italia el PCI podía aspirar al objetivo de la dictadura del proletariado siempre que lo persiguiera a través del método democrático, es decir, mediante elecciones libres, mientras que su homólogo alemán fue prohibido en 1956 y tres años más tarde, en el congreso de Bad Godesberg, el mismo partido socialdemócrata fue sometido a una verdadera purga ideológica para limpiarse de toda la escoria del marxismo. Y de nuevo: a diferencia de Italia, que tiene una constitución antifascista (la XII Disposición Transitoria y Final es muy clara en este sentido), la constitución alemana contiene un doble blindaje (antinazi y anticomunista). Una peculiaridad impuesta por su condición de nación dividida por el «Telón de Acero» y por ello elevada a símbolo mismo de la «Guerra Fría». Sin embargo, también es cierto que ese mundo ya no existe. Alemania se ha reunificado, la sede de su cancillería, así como de su Bundestag, se encuentra de nuevo en Berlín, la capital libre por fin de las alambradas y el Muro erigidos por la tiranía comunista.
Pero mejor que cualquier otro argumento la metamorfosis en curso se explica por la reciente anulación de la restricción constitucional del Schwarze Null (Cero Negro), fórmula que indicaba un presupuesto estatal perfectamente equilibrado. Más que una restricción, un auténtico tabú. En Alemania, donde el término schuld indica tanto deuda como culpa, nunca han olvidado que fue el monstruoso endeudamiento seguido de la devaluación de la moneda lo que puso de rodillas a la República de Weimar, allanando el camino a Hitler y al nazismo a principios de los años treinta. Ese tabú se ha roto. Y ahora que el recurso al endeudamiento ya no está verboten, prohibido, el Gobierno ya ha asignado la monstruosa suma de 800.000 millones de euros para financiar no el célebre Estado del bienestar teutón, sino el plan de rearme y de infraestructuras estratégicas. Puede que sea una coincidencia, pero es un hecho que, junto con la guerra, también ha vuelto Alemania. ¿Y acaso sugiere algo el hecho de que fuera el Parlamento caducado y deslegitimado y no el recién elegido el que cancelara el Schwarze Null, asignara el dinero y decidiera el rearme?
Una y otra vez, la esencia del asunto está demasiado clara: en la UE hay un divorcio entre las virtudes predicadas -tolerancia, aceptación e inclusión- y los vicios practicados: exclusión de líderes incómodos, prohibición de partidos no aprobados y rechazo de millones de votantes no deseados. Dicho mejor, estamos en el cortocircuito entre la ley y la soberanía popular. Entonces: ¿puede un sistema democrático anular elecciones, excluir candidatos, prohibir partidos, hacer modificar su constitución tras la expiración de los parlamentos, y seguir llamándose tal? Además, ¿son creíbles como cruzados de la libertad aquellos gobernantes que no dudan en restringir el perímetro de la democracia para controlar mejor los efectos de la expresión de la voluntad y la soberanía popular? Y, por último, ¿qué diferencia sustancial podría captarse entre una autocracia que envía a Siberia a los opositores de Putin y una democracia que proscribe a la AfD por el mero hecho de que defiende ideas, tesis y soluciones que no desagradan tanto a la Constitución alemana como a los turiferarios quemadores de incienso despertados por la ideología de lo políticamente correcto?
Preguntas incómodas, ciertamente, y muy probablemente destinadas a quedar sin respuesta, salvo las obvias de los afirmadores del dogma de la infalibilidad de la UE. En Italia ya están trabajando y, en el fondo, no ven la hora de celebrar una deriva alemana también en Italia, aunque sólo sea tomando como pretexto el brazo tendido de unas cuantas cabezas rapadas. Es comprensible: en lugar de preocuparse por la reducción de los espacios de libertad en toda Europa, Schlein y sus camaradas encuentran más tranquilizador acurrucarse en la franela del antifascismo manierista: cuesta poco y mantiene caliente su base. Lástima, porque el temperamento de hoy exigiría un coraje muy distinto.
Sí, el desafío de defender la soberanía popular contra el uso restrictivo de las Constituciones, así como el recurso a lógicas de emergencia (ahora sanitaria, ahora climática, ahora militar, todo ello con la acusación de «negacionismo» en el punto de mira) es a todos los efectos un desafío para la reafirmación de la primacía de la política.
Tampoco se dan cuenta (y quizá tampoco lo sepan), Schlein y sus camaradas, de que fue Togliatti, sobre todo, quien no quiso trampas demasiado rígidas en nuestra Carta Fundamental. Si fuera por él, ni siquiera tendríamos Tribunal Constitucional. Lo que le movía no era tanto el amor a la democracia, cosa dudosa, como la preocupación por su partido, siempre en riesgo de supervivencia por su papel de quinta columna de una potencia extranjera y enemiga como la Unión Soviética. Por eso sigue siendo difícil prohibir los movimientos de extrema derecha en Italia. Heterogénesis de los fines. En cualquier caso, mejor nosotros que Alemania. También nos gustaría que lo dijera la izquierda, que en este punto, como se acaba de decir, tiene méritos específicos. Pero no lo hace porque, al no tener ya un verdadero pueblo de referencia, se siente básicamente garantizada por el progresivo avasallamiento de poderes teóricamente neutrales o terceros, como la magistratura, la burocracia, el Quirinal. A propósito, sus dirigentes, mientras tildan desdeñosamente de democracias a naciones como Hungría o Eslovaquia, donde, sin embargo, nadie anula elecciones ni ilegaliza partidos, no encuentran una sola palabra para censurar las triquiñuelas de Macron, las sentencias de los jueces rumanos o los informes de los servicios secretos alemanes, singularmente convergentes en burlarse de la soberanía popular. De hecho, siguen llamando democracia a eso mismo. Por algo será.
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