El fin de Olimpia

 



Andrea Marcigliano

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La escena que quedará en los anales será probablemente ésta. Atletas vomitando tras la competición de natación en el Sena. Entre barro, lodo y ratas. Forzados por un COI dominado por una ideología demente y la voluntad de un psicópata que quería, con estos juegos, celebrar sus propias manías y desviaciones.

Probablemente serán las últimas Olimpiadas. O mejor dicho, la última fue la anterior, Tokio 2020. Que conservó un mínimo de espíritu olímpico, a pesar de la paranoia inducida por el COVID. E incluso cierta estética.

Ésta, la de París, es... otra cosa.

En primer lugar, porque ya nació con un defecto fundamental. El veto a la participación oficial de Rusia. Esto no había ocurrido nunca. Cuando, en 1980, Estados Unidos y sus aliados boicotearon los Juegos de Moscú en protesta por la invasión de Afganistán, fue su decisión. No el veto de un COI que ahora es descaradamente un instrumento de una política muy concreta. Y lo mismo puede decirse de la represalia soviética en Los Ángeles 1984...

Rusia no podía intervenir oficialmente porque se le consideraba un "país agresor" de Ucrania. Que, sin embargo, está presente. Igual que Israel está presente. Como si la guerra de Gaza no hubiera existido. Fue sólo una leyenda urbana.

El espíritu olímpico, el teorizado por aquel soñador de Coubertin, era otra cosa que marcar lo bueno y lo malo en la pizarra. Era la suspensión del juicio y, en la medida de lo posible, la tregua en los conflictos, en nombre de un ideal superior. El deporte como sublimación de las guerras. Que no acababa con ellas, sino que las trasladaba a otro nivel. El de los juegos deportivos, que eran agonías sagradas. Por eso Píndaro celebra a los vencedores como héroes.

Precisamente este carácter sagrado de los Juegos Olímpicos fue, deliberadamente, profanado en París. Con la voluntad de invertir su significado. Horribles parodias en la ceremonia de apertura. Atletas obligados a nadar en aguas pútridas. Contaminadas y malolientes. Hombres realizando juegos femeninos con ridículas mises rayanas en lo obsceno. Otros hombres diciendo ser mujeres (¡sic!) para competir en proezas de fuerza con mujeres de verdad. Y, por supuesto, ganan fácilmente.

¿Es posible que no nos demos cuenta de que todo, realmente todo, ha sido deliberadamente falsificado? E invertido su significado.

Algún atleta se ha llamado a sí mismo, como Pecador. O ha respondido ostentosamente, como Djokovic, besando descaradamente el escapulario de Cristo Rey. Como si estuviera en la Guerra Santa.

Pero, en su mayor parte, todo transcurre en el silencio, cómplice, y en la aquiescencia, supina, de los medios de comunicación y del público.

Macron quería convertir estas Olimpiadas en una ocasión para celebrar los valores de la civilización occidental. Es él quien, más que otros, impulsa la guerra abierta con Rusia.

Ha marcado así el fin del espíritu olímpico.

Y, sobre todo, ha mostrado al resto del mundo en qué consisten esos valores occidentales de los que oímos hablar, una y otra vez, celebrando la superioridad universal.

Los atletas vomitando después de nadar en el Sena son la representación perfecta de ello.

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