Occidente en busca de íconos





Juan José Borrell

El historiador de las religiones Mircea Eliade explicaba que para la mentalidad colectiva, el ícono cumple la función simbólica de rememorar la creación del cosmos, la creación de un orden sobre un caos primigenio. Así, la figura icónica que aparece en una época, regenera aquella función mítica, heroica, que subyace en el trasfondo de la memoria colectiva.
En nuestra sociedad (pretendidamente) moderna, los medios de comunicación y la industria del entretenimiento presentan masivamente figuras icónicas. Personalidades “ejemplares” que responden a un modelo mítico el cual aún subyace en lo colectivo. Cuanto más cercano el ícono al modelo de los valores tradicionales, mayor su recepción, mayor el beneplácito generado.
Por ello, tras el horror de la Segunda Guerra Mundial, de regímenes totalitarios y ciudades bombardeadas, familias cercenadas, millones de muertos, hambre y penuria extrema, la sociedad de masas en Occidente aprendió con el cine, la revista folletín y más tarde la omnímoda TV que “ahora sí” serían libres. Que el caos había quedado atrás, y la aparición icónica de jóvenes del Olimpo anterior a la guerra traía la buena nueva del disfrute, del consumo material y el derroche, del tiempo de ocio fuera de la oficina y la gris rutina, la seducción sin compromisos y el flâneur, las melodías acarameladas y la belleza dionisíaca.
Era tiempo de celebración, de expansión de fuerzas vitales, de permitirse y dejar ser. Las figuras del star system de los llamados “años dorados”: James Dean, Marilyn Monroe, Alain Delon, Romy Schneider, Claudia Cardinale o Brigitte Bardott, entre otros, eran contemporáneas al despertar de una generación, a los movimientos estudiantiles y contraculturales, al rechazo del colonialismo y toda forma de opresión, al muro de Berlín y la primavera de Praga.
Los íconos mediáticos de aquel tiempo, hicieron soñar a millones, a anhelar otra vida “libre”. Los jóvenes apolíneos resurgieron de los escombros de la Europa destruida y ocupada para mostrar que la aventura, la rebeldía y el romance eran caprichos posibles. Miles se enrolaron por sus íconos de adolescencia, para un bando o para otro, dispuestos a “defender la sociedad” o “hacer justicia” -o lo que por eso entendieran- según los ideales que encarnaban aquellas figuras. Si los héroes lo hacían en el espacio real de la imaginación, por qué no también uno con su “aburrida vida de ficción”.
Y cada vez que la persona que encarna un ícono muere, impacta más por el fin del ícono que por la persona real. Para los mayores es la nostalgia de “aquellos tiempos” que ya se fueron, más la indiferencia de los que no vivieron aquella época, y hoy su figura de referencia es un deportista, un mediático u opinólogo. El ícono mediatizado se revela así como un objeto de consumo más que forma parte de la ideología de un momento; aunque porte aire fresco, luminosidad, y en el imaginario haya descendido para traer a los simples mortales la antorcha de una supuesta liberación.
La pregunta es: ¿y tras la muerte de otro ícono-persona qué más? ¿Habrá un nuevo ícono que conjure heroicamente la tiranía anestesiada? Los de la posguerra eran apolíneos, incorrectos, pícaros, prolíficos, como Zeus regaban la tierra de hijos níveos con hermosas mujeres, enfrentaban monstruos. En cambio hoy Occidente está huérfano de figuras. Lo presentado es irreconocible, son figuras amorfas, ajenas, cimarrones, conformistas, taimados, hedonistas, estériles, sin patria ni comunidad, encarnan el mismísimo CAOS.

Juan José Borrell.
Doctor en Humanidades.
Licenciado en Historia.
Investigador en la Universidad Nacional de Rosario, Argentina.
Profesor de Geopolítica en la Escuela Superior de Guerra, Buenos Aires.

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