Buenos para nada y dispuestos a todo: aquí están los moderados (que no los conservadores)



Gennaro Malgieri

https://electomagazine.it/buoni-a-nulla-e-disposti-a-tutto-ecco-i-moderati-che-non-sono-i-conservatori/

Estamos asediados por los "moderados". Reales o supuestos. Pero indefinibles en términos absolutos. Cada uno se define a su manera y declina a su antojo esta categoría intangible. Esta es también una forma de ser 'moderado': no tener un carácter establecido y reconocido. En definitiva, no es irreal pensar que los "moderados son las hembras de la política: desean ser sometidos a una violencia placentera. La idea de ser salvadas por un adversario está siempre en sus corazones'. Así escribió Abel Bonnard (1883-1960), académico, poeta, novelista, ensayista y político francés que en 1936 publicó Les moderés, un libro publicado en Italia en 1967 por la editorial Volpe y luego olvidado. Sin embargo, cuando salió a la luz suscitó curiosidad y debate: por primera vez diagnosticaba un "síntoma" (si no exactamente un "mal") del siglo que iba a extenderse sobre todo en la posguerra por toda Europa y especialmente en aquellos países más frágiles, como Italia, donde iba a experimentar los esplendores del poder encarnado por partidos políticos que, como escribe Stenio Solinas en el brillante prefacio a la nueva edición de Los moderados (Oaks editrice, pp.178, 14,00 euros), se han referido a la categoría de "moderados" para representar a "esa burguesía de clase media que espera la revolución porque ya no se atreve a creer en la conservación".

Este es el dato cultural y antropológicamente decisivo que caracteriza al moderantismo: su aversión al conservadurismo, con el que también lo han comparado erróneamente los simplones de siempre, que manejan las ideas como si fueran agua y harina sin imaginar siquiera que para hacer crecer los elementos esenciales y primarios hay que leudarlos.

Y los conservadores han sido y son la levadura de las sociedades ordenadas: cuando se piensa que se puede prescindir de ellos, llega el moderatismo como sucedáneo y se convierte en el adalid de un salvajismo político que nada tiene que ver con la tendencia natural a apoyar la organicidad comunitaria y, por tanto, una agregación civil y cohesionada. Solinas, de hecho, señala que el "conservadurismo imposible" italiano proviene precisamente de no entender que los moderados no se identifican con los conservadores. Para llegar a la actualidad, Solinas observa que "los moderados de Berlusconi se definen como reformistas y acusan a la izquierda de conservadurismo, y los moderados del Ulivo primero y del PDD después se definen como tales frente al extremismo de sus adversarios... Y, en definitiva, los conservadores son siempre los otros".

Pero, entonces, ¿quiénes son los moderados? Abel Bonnard los ve constituidos en partido, un partido imaginario o ideal si se quiere, "similar a una ampolla de agua pura, en la que el profano no ve más que un objeto insignificante, pero un adivino intencionado ve mil escenas del pasado y del futuro".

En las campañas electorales, recuerda Bonnard, entre las casas azotadas de las pequeñas ciudades, los carteles de los candidatos moderados eran los que menos chocaban con el ambiente, con la dulzura del contexto: "Todas las palabras altisonantes aparecían allí, pero como cadáveres arrojados sobre una lápida; ninguna conservaba su propia virtud. Se hablaba de orden, sin indicar nunca principios ni condiciones; de progreso, con un deseo evidente de no moverse; de libertad, pero para evitar cualquier disciplina; la sola palabra 'patria' implicaba obligaciones aceptadas con sinceridad y a veces incluso con valentía". ¿Y en el parlamento? "Los moderados", recuerda Bonnard, "aparecían como un puñado de indecisos, y sus cabezas giraban al viento de los discursos, como veletas en lo alto de las chimeneas, obedientes a cada céfiro. Siempre parecían ávidos de algún malentendido que les permitiera alcanzar a sus oponentes. A la menor frase de un ministro, que no les trataba con demasiado desdén, le aplaudían con entusiasmo. Si, por el contrario, uno de ellos hablaba en su nombre con cierto vigor, se apartaban rápidamente de él, lo abandonaban con su silencio, antes de abandonarlo al enemigo con las "líneas en el pasillo".

No ha cambiado mucho la actitud de los moderados desde 1936. Hay que haber estado en el Parlamento en las últimas décadas para confirmar la experiencia de Bonnard. El retrato parece salido de la pluma de un cronista contemporáneo. Por no hablar del esbozo moral que el escritor francés ni siquiera imaginaba que habría sobrevivido a los tiempos y se habría adaptado al nuevo siglo en el que el moderantismo, lejos de no representar nada políticamente relevante, es en realidad la ausencia como sentimiento de la política al que algunos se aferran para justificar su presencia en la vida. Buenos para nada pero dispuestos a todo, los moderados que vemos pulular por los palacios del poder tienen siempre el aire de estar a punto de decir algo fundamental, ineludible, inevitablemente inteligente. Se han convertido, sin pretenderlo probablemente, en la columna vertebral del sistema político que en sus diversos componentes es ahora moderado por costumbre.

Mírelos bien: son extremistas dispuestos a todo y no tienen nada que ver con la moderación: "ésta", dice Bonnard, "se sitúa en las antípodas de lo que son... la verdadera moderación es el atributo del poder: hay que reconocer en ella la más alta virtud de la política". Marca el momento solemne en que la fuerza se vuelve capaz de escrúpulos y se templa a sí misma según el concepto del conjunto en el que interviene'. Palabras que podría decirse que salieron de la boca de Edmund Burke en uno de sus famosos discursos ante el Parlamento de Dublín. Eran las de un académico apacible que no imaginaba estar ofreciendo, hace ochenta años con su tratado político-moral, la guía para reconocer un tipo humano que, por desgracia, hace estragos en la vida pública, inundando por desgracia incluso nuestras vidas privadas.

Quizá para atemperar esta desgracia, no estaría de más releer -dado que todo el mundo es esencialmente "moderado"- el ensayo de oro de Simone Weil, Contro i partiti (Piano B edizioni, pp.125, 12,00 euros), recién reeditado, en el que la gran ensayista francesa de corta vida (1909-1943), y largo e intenso pensamiento, analiza sin piedad la insuficiencia de los partidos y su intrínseca tendencia al conformismo para concluir que "el partido no piensa", sino que crea consenso y pasiones colectivas. Escrito unos meses antes de su muerte, Weil habría añadido, de haber tenido tiempo de ver cómo se reorganizaban tras la guerra, que los partidos también son vehículos de corrupción; no siempre ni todos, por supuesto. Su tendencia a inmiscuirse en la administración pública, sin embargo, no olvidemos que fue prevista y denunciada por Marco Minghetti en la segunda mitad del siglo XIX, cuando se estaba completando políticamente el proceso del Risorgimento.

Weil sostiene que el problema político más acuciante al que se enfrentan los partidos es doble: por un lado, cómo ofrecer al pueblo la posibilidad de expresar su opinión sobre las grandes cuestiones colectivas y, por otro, cómo evitar que ese mismo pueblo, una vez interpelado, se vea impregnado y, por tanto, condicionado por cualquier pasión colectiva. Una reflexión muy actual. Basta con leer las consideraciones sobre la necesidad de una democracia directa planteadas en Francia por el escritor Michel Houllebecq. ¿Podría la eliminación de la mediación de los partidos favorecer la necesidad expresada por Simone Weil (e incluso antes en Italia por Giuseppe Rensi, por citar sólo a un intelectual que se planteó tempranamente el problema de la democracia, constatando todas las aporías ligadas a la producción de consenso)? La respuesta no es fácil. Pero que los partidos atraviesan (como hipotetizaba el escritor francés) una fase de crisis profunda es indiscutible.

Ciertamente, un partido es una máquina de fabricar pasiones colectivas; es una organización construida de tal forma que ejerce presión sobre el pensamiento de cada uno; su objetivo exclusivo es su propio crecimiento, "desprovisto de todo límite". ¿Y entonces?

Weil no indica una salida. Pero sí ofrece una plataforma sobre la que articular un nuevo pensamiento político que vaya más allá de la mediación partidista. Cuidado con los que lo descartan todo con el anatema del 'populismo'. Esta lectura autoriza también las páginas de Weil. Concluye, no sin razón, que en casi todas partes "la operación de tomar partido, de posicionarse a favor o en contra, ha sustituido a la obligación de pensar". Esta lepra tiene sus raíces en los círculos políticos y se ha extendido a casi todo el país".

¿Cómo acabar con esta lepra? Quién sabe, tal vez derrotando el tabú del "moderatismo" que, como una sutil tentación totalitaria, querría que todos los partidos se alinearan al pensamiento único. Bien mirado, Abel Bonnard y Simone Weil no estaban tan alejados como nos cuentan sus historias.




Commentaires

Posts les plus consultés de ce blog

El fin de Olimpia

Carl Schmitt: Estado, movimiento, pueblo

Los "valores"de Wokoccidente