Shintō y Zen: Antonio Medrano y las raíces metafísicas de Japón
Giovanni Sessa
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Está
en las librerías un volumen verdaderamente relevante, para las
Ediciones Arktos, destinado a presentar al lector italiano la visión del
mundo que dio forma al Imperio del Sol Naciente. Se trata de un ensayo
de Antonio Medrano, un erudito español cercano a los pensadores de la
Tradición, desgraciadamente recientemente fallecido, Shintō y Zen. Las
raíces metafísicas de Japón (por encargo: edizioniarktos@yahoo.it, pp.
312, euro 32,00). Es un libro largamente pensado y deseado por el autor.
Este último, atraído por la civilización japonesa desde su juventud,
para adentrarse en lo vivo del conocimiento tradicional japonés, se
introdujo en el estudio de la lengua y la escritura de ese pueblo. Esta
pasión se transfunde en las páginas del libro, que tuvo un periodo de
gestación de varias décadas y cuyas tesis son fruto de copiosas
lecturas, entre las cuales un papel destacado lo desempeña la exégesis
del Shintō de Frithjof Schuon, alumno de Guénon.
No se trata,
por tanto, de un árido tratamiento académico, sino de una profunda
mirada a la espiritualidad del País del Sol Naciente. La relación de
Medrano con el objeto de estudio en estas páginas es empática pero, sin
embargo, su investigación es seria, objetiva y científica. Está
convencido de que el encuentro con la cultura espiritual japonesa puede
tener un rasgo dirimente para los europeos de hoy, invitándonos a
reencontrarnos con la sacralidad de la naturaleza. Occidente no parece
ser consciente de esta realidad: la naturaleza ha sido reducida por
nosotros a res extensa, a mera cantidad. En el incipit del libro,
Medrano, consciente de la lección de Schuon, recuerda que el sintoísmo
tiene sus raíces: "en esa corriente tradicional que podríamos llamar
'chamanismo hiperbóreo'" (p. 21). Una característica esencial del
Shintō es pensar en la naturaleza como animada por lo divino: "No hay
'entidades inanimadas': cada ser mineral, vegetal o animal posee su
propio tama, su propia alma" (p. 56). Se considera que la naturaleza es,
en sí misma, un ser vivo, una manifestación de fuerzas, "poderes", los
Kami (dioses) que hablan a los hombres desde las cumbres de las
montañas, en el viento, en la belleza de los árboles. Se considera sabio
al hombre que consigue ponerse en sintonía con los kami: "es el hombre
natural, puro y austero, que vive en la más absoluta sencillez" (p. 59).
El Shintō ha causado una profunda impresión en la vida cotidiana de los
japoneses, en virtud de la conciencia mítica que lo sustenta desde
dentro y que se muestra claramente en la cosmogonía.
En el
principio estaba el "Gran Vacío" de la Nada primordial del que surgió un
punto central original. De su polarización surgieron el "Generador
Supremo" y la "Generadora Divina", que "prepararon la manifestación de
la creación" (p. 35). Las tres deidades originales forman la Zōka
Sanshin (Trinidad). Son deidades individuales, a diferencia de las que
descienden de ellas, hermanadas entre sí. Los primeros dioses de aspecto
humano fueron Izanagi e Izanami, encarnaciones de los principios
masculino y femenino. Llevaron la lanza enjoyada a las regiones
inferiores, encontrándose cara a cara con el mar fangoso del caos. De la
lanza salió una gota de tierra húmeda, de la que tomó forma la primera
isla del archipiélago japonés. Una vez instalados en la isla, las dos
deidades plantaron la lanza en la tierra. De este modo se convirtió en
axis mundi, el eje que une el Cielo y la Tierra, el camino de la
realización solar, encarnado por la diosa Amaterasu, en su oposición a
Susanoo. La primera deidad simboliza el poder solar, el principio viril,
a pesar de ser una figura femenina, la segunda el principio telúrico,
ctónico. De Amaterasu descendió Jinmu Tennō: 'afirmación del orden
cósmico y divino en el plano humano', el Emperador (p. 52).
Esta visión cosmogónica y teogónica encuentra su representación en los
torii que aparecen delante de los templos sintoístas (el más conocido,
el de Ise, está ampliamente descrito por Medrano). El torii, formado por
dos vigas horizontales que simbolizan el Cielo, sostenidas por cippus
verticales (que simbolizan las polaridades masculina y femenina) fijados
en el suelo, tiene la forma de una "puerta" o "puente": "es una
expresión simbólica de la unión del Cielo y la Tierra [...] El espacio
situado entre los dos cippus, el suelo y las vigas superiores podría
considerarse una representación simbólica del vacío central,
supracósmico" (p. 96). La piedra angular del culto sintoísta es el
emperador: "encarnación de la energía metafísica y universal" (p. 143).
La descendencia del linaje imperial a partir de Amaterasu queda
confirmada por el término con el que se designa, "sucesión solar", o por
la expresión que indica la figura del príncipe, "hijo del sol". El
emperador "es el origen, el principio y el fin, el eje inamovible en
torno al cual gira la rueda de la existencia social, el punto primordial
en el que está potencialmente contenida en su totalidad" (p. 147). Se
presenta como el "Señor del camino de la montaña", el garante de la
presencia principesca en el mundo. No es casualidad que los Kami de la
Tierra desciendan desde la cima del Fuji-Yama.
De gran
importancia en la vida japonesa son los tres símbolos divinos: el
espejo, la espada y el collar de piedras preciosas. La primera
representa la luminosidad solar de Amaterasu, la espada expresa su
magnífico poder, mientras que el collar sugiere su benevolencia
celestial. Medrano recuerda la naturaleza polimórfica de los símbolos y
las diferentes lecturas que se han hecho de los "tres tesoros" a lo
largo del tiempo. En cada caso, se refieren a la tarea del sabio:
descubrir y realizar lo divino en el mundo. Para ello, se atribuye un
papel destacado al arte. Se considera: "el desvelamiento del misterio
divino manifiesto y oculto en el mundo visible" (p. 81). La belleza,
después de todo, es una expresión de la verdad y la bondad, que son
bellas en la medida en que la auténtica belleza es buena y verdadera.
Nada está dividido en el Shintō, ni el cuerpo, el alma y el espíritu, ni
mucho menos la autoridad temporal y la espiritual. Esta unidad la
realizan los japoneses en su existencia practicando la bondad, la
abnegación, el amor a la familia, la patria y las jerarquías sociales.
El arte japonés es, por tanto, una forma de "teología visual", como dijo
Coomaraswamy del arte de la India: es una creación en la que participa
el Cielo.
Si el Shintō, en su lectura de Medrano, presenta la
remisión a la trascendencia inmanente en la que, sin embargo, lo
trascendente sigue siendo el prius, esto falta en el Zen, que ha
contribuido, y no poco, a formar el alma japonesa. Para esta perspectiva
filosófica: "El nirvana está exactamente en el centro de la 'rueda de
nacer y morir', del samsāra [...] El nirvana está aquí y ahora: buscarlo
es perderlo" (p. 194). El ser y el devenir dicen lo mismo, en efecto:
"lo uno y lo otro se superan y surge la 'Nada' del no-Ser o el Super-Ser
metafísico" (p. 195). Aunque no estamos de acuerdo con el enfoque
schuoniano de Medrano, recomendamos encarecidamente este libro, que
realmente faltaba en la biblioteca de la Tradición. Para el escritor, el
principio no es supranatural sino infranatural: es la dynamis griega y
dionisíaca que resuena en la metamorfosis de los entes. El uno sólo se
da en los muchos, como en la perspectiva zen. La Physis es la imagen
sagrada del poder del origen.
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