Contra el liberalismo cultural
por Roberto Pecchioli
https://www.ariannaeditrice.it/articoli/contro-il-liberalismo-culturale
En una discusión, un amigo de sentimientos conservadores deploró el declive de la moral pública y privada y de los lazos comunitarios, atribuyéndolo a los comunistas, en particular al llamado marxismo cultural, huérfano rápidamente de consuelo a la sombra del globalismo capitalista. Por mucho que el marxismo tenga innumerables defectos a nuestros ojos, no nos apetece atribuirle los que no tiene. La brumosa corriente política que solemos llamar marxismo cultural no es en realidad más que una vertiente de un monstruo mucho más peligroso, el progresismo, una costilla del liberalismo y del libertarismo cultural.
No
es casualidad que naciera, se desarrollara y se convirtiera en una
tendencia hegemónica en Estados Unidos y Gran Bretaña, desbordando las
aulas y los campus universitarios para convertirse en la ideología
oficial del Occidente terminal. Incluso los "padres nobles" son
superados, los frankfurtianos son colocados en cátedras en las
universidades de las clases dominantes y se convierten en "maestros
venerados" allí. Los intelectuales alemanes de ascendencia judía del
Instituto de Ciencias Sociales de Fráncfort lograron, una vez que
desembarcaron en América y tras cambiar de amo -en la fase inicial en
Alemania fueron orgánicos a la Unión Soviética-, la empresa de separar
el marxismo del socialismo y el comunismo. Hicieron hincapié en su
componente menos "popular", reduciéndolo todo a la liberación de las
ataduras de la sociedad "patriarcal" y de la llamada personalidad
autoritaria (Adorno), que debía alcanzarse mediante el desencadenamiento
del eros (Marcuse). Esas ideas fueron el humus de la contracultura
juvenil y cruzaron el océano para convertirse en las palabras de moda de
los sesenta y ocho.
Con el tiempo, la
contracultura se convirtió en cultura oficial, conquistando los ámbitos
académico, editorial y político hasta convertirse en el sentido común de
tres generaciones. Los que conocen la historia de los partidos
comunistas europeos recuerdan el malestar, la molestia y la aversión
mutua y abierta entre los comunistas ortodoxos y los sesentayochistas
impregnados de Marcuse, el libertinaje extremo, la subcultura de las
drogas y ciertos géneros musicales y artísticos.
Convertido
por la heterogénesis de los fines -la astucia superlativa de la
superestructura liberal-capitalista- en un enfrentamiento intra y
post-burgués, el espíritu del sesenta y ocho evolucionó hasta
convertirse en la vulgata del liberalismo en lo económico, del
libertarismo en las costumbres y los valores, y del "derechismo", con la
asombrosa sustitución de los derechos sociales -caros para los
marxistas- por los llamados derechos civiles, referidos a la esfera
individual, pulsional, íntima y sexual.
En este
sentido, la cultura del borrado de los "despiertos" (woke), además de
ser un producto más de las universidades anglosajonas, ha operado una
singular manipulación del marxismo. En lugar de los explotados por el
capitalismo -la clase proletaria como motor de la revolución comunista-
se ha elevado a héroes de nuestro tiempo a todo tipo de "condenados de
la tierra" (Frantz Fanon), considerados no como una clase más o menos
homogénea a la que confiar la palingenesia económica y social, sino como
víctimas a redimir.
La nueva cultura
occidental es indiferente a la cuestión social, pero muy sensible a la
dialéctica víctima-carnero. El relativismo ético y existencial, el
feminismo radical y la ideología de género no derivan en absoluto del
marxismo. Tienen, si acaso, una deuda con la Escuela de Fráncfort, la
primera en haber comprendido que las clases bajas de la sociedad no son
revolucionarias, sino paradójicamente conservadoras y realistas,
comprometidas con la mejora de sus condiciones materiales y sociales
dentro del sistema existente.
De ahí la
elección de nuevos sujetos "revolucionarios": las mujeres, los
homosexuales, las minorías étnicas y raciales, que deben ser compensados
con la asignación de privilegios, cuotas reservadas en el acceso a las
profesiones y a las funciones de cúspide (la llamada acción afirmativa).
De la lucha de clases marxista, el liberalismo-libertario cultural ha
pasado a la guerra de sexos, a las orientaciones sexuales y a la
demolición metódica de todas las esferas de la civilización de
referencia. Se trata de la oycofobia denunciada por Roger Scruton y
Alain Finkielkraut, el odio a sí mismo que hace que la gente desprecie,
tire a la basura y condene a la damnatio memoriae la historia común.
Más
concretamente, el marxismo interpretó la historia como una lucha entre
clases con intereses opuestos, explotadores contra explotados, la
dialéctica siervo-maestro heredada de Hegel. Karl Marx arquearía las
cejas y apenas reprimiría sus náuseas si alguno de sus (supuestos)
discípulos cantara las alabanzas del heterogéneo complejo de teorías que
el intelectualismo perezoso agrupa en el sintagma "marxismo cultural".
En su sistema determinista, supuestamente científico y concreto, no
había lugar para el relativismo ni para el feminismo burgués; el
proletariado femenino se incorporó a la revolución como "ejército de
reserva" del capitalismo, que incluyó a las mujeres en el mundo del
trabajo por razones de competencia entre los trabajadores y para ampliar
la base de la incipiente industrialización. Menos aún podría el
marxismo aceptar la teoría del género y el principio de que no hay datos
naturales-biológicos, sino sólo roles y construcciones cultuales.El
propio término marxismo cultural es equívoco: ¿cómo puede considerarse
marxista un conjunto confuso de teorías? Sería contradecir uno de sus
pilares: la superestructura depende de la estructura, por lo que el modo
de producción determina la mecánica social. Un sistema económico está
ligado a un determinado tipo de cultura, no al revés. Invierta las
"relaciones de producción" y todo lo demás cambiará en consecuencia,
dice Marx. El insolente progresista "despierto" piensa lo contrario:
sólo hay que cambiar la cultura. El progresismo no puede ser marxista
porque su horizonte es interno al capitalismo, del que comparte la forma
mercancía y la tensión a lo ilimitado.
La libertad se confunde con
la ilimitación de las opciones de consumo. El deseo es la estrella
polar, en la misma creencia de que el hombre es una máquina deseante.
Sin embargo, el marxismo condena el fetichismo de la mercancía; el
progresismo, la corriente principal del liberalismo cultural, considera
que todo, incluido el hombre, es una mercancía. El precio lo
tranquiliza, porque certifica la existencia de una oferta que
corresponde a una demanda, aunque sea absurda o inmoral. Existiría una
especie de derecho de todos sobre todo que acaba justificando el
"derecho a explotar libremente al prójimo, a aparearse con el perro y a
esforzarse alegremente por sustituir al hombre viejo por el hombre
nuevo" (J.P. Michéa).Además, ¿cómo se puede
vincular el marxismo con la ideología de género o el relativismo, cuando
Lenin en Materialismo y empiriocriticismo afirmaba que "todo el mundo
puede trazar sin esfuerzo decenas de ejemplos de verdades que son
eternas y absolutas, de las que no se puede dudar a menos que se esté
loco". Ser materialista es reconocer la verdad objetiva que nos revelan
los órganos de los sentidos. Reconocer la verdad objetiva, es decir,
independiente del hombre y de la humanidad, es admitir, de un modo u
otro, la verdad absoluta. "
El liberalismo
tiene mil caras, pero un principio une todos sus infinitos matices, la
sospecha por todo lo que condiciona y califica la libertad, por todo lo
que no hemos elegido. Todos los liberalismos se definen en negativo, es
decir, en el concepto de libertad como ausencia de impedimentos
externos. El padre más consecuente del liberalismo cultural es Benjamin
Constant, cantor de la libertad de los modernos, la libertad liberal.
"Es
el derecho a no ser sometido sino a la ley, a no ser arrestado,
condenado a muerte o maltratado de cualquier manera, como resultado de
la voluntad arbitraria de uno o varios individuos. Todos tienen derecho a
expresar su opinión, a elegir su propia actividad y a ejercerla; a
disponer de la propiedad e incluso a abusar de ella; a entrar y salir
sin permiso. Es el derecho a reunirse con otros individuos, ya sea para
discutir intereses, o para profesar el culto de su elección, o
simplemente para llenar sus días y horas de la manera más acorde con sus
inclinaciones y fantasías."
Comprendemos el
atractivo inmediato de tal programa; en realidad, es destructivo para la
sociedad y se aplica a costa de la guerra de todos contra todos, que
es, en definitiva, la ley del más fuerte. El individuo liberal es el
único sujeto actuante, otra diferencia capital con el socialismo y
cualquier inclinación comunitaria e identitaria. Tiene el derecho
supremo de poseer y también de abusar de lo que tiene; opina, debate
hasta la extenuación, abusa de la opinión, pero no tiene convicciones
profundas; el concepto de lo bueno y lo justo le son ajenos, salvo en
clave subjetiva. Su objetivo es actuar sin más límite que su propia
voluntad y placer. Como Fausto, que niega el Evangelio de Juan (en el
principio era el Verbo) y exclama: ¡en el principio era la acción! Y
fáustico es el adjetivo que utiliza Oswald Splenger para describir la
personalidad del hombre occidental.
No le
importa la moralidad o la rectitud de sus actos: le basta con que sean
"libres", es decir, que no estén condicionados por nada. El único juez,
su Ego hipertrofiado y soberano: ¡el absoluto relativo! Para él, no se
trata de orientar la libertad hacia el bien, sino simplemente de
ejercerla. El fin no es el acto bueno, sino el acto libre. Las leyes a
las que dice someterse son la voluntad imperante y momentánea declinada
en normas escritas, el derecho "positivo", tal como se establece con los
procedimientos previstos por otras normas igualmente positivas. Es
decir, provisional, ajeno a cualquier principio de derecho natural, que
para él no existe, pero que si existiera habría que abolir en la medida
en que restringe la libertad. Lógicamente, acaba rehuyendo de los lazos
familiares, de los lazos de la comunidad de origen y de cualquier otra
idea o modalidad que no sea elegida subjetivamente con una revocabilidad
ilimitada.
La posmodernidad occidental es un
liberalismo/libertario consumado, tanto en las relaciones económicas y
sociales como en las opciones existenciales. Ningún marxista auténtico
podría estar de acuerdo con esto. Otro elemento del progresismo liberal
contemporáneo es la falta de realismo, el pecado original del idealismo
-común a todos los epígonos de Hegel- que Augusto Del Noce denominó
"ideismo", o sea, la primacía de la idea sobre la realidad.
Descartes
comenzó con "pienso, luego existo", que significaba "pienso, luego las
cosas existen". Desde entonces, los hombres llegaron a creer que es su
mente la que crea las cosas. La realidad, en cambio, existe
independientemente de nosotros y el pecado más característico de la
modernidad es la creencia de que no existen en sí mismas, sino que son
la proyección de nuestra subjetividad.
Para
Chesterton, los hombres han perdido el sentido común que les hace
aceptar la realidad. Pidió que se volviera a la humilde contemplación de
la verdad: nada más lejos de la ilimitación del hombre fáustico, ajeno a
la lección de concreción de la gran filosofía, desde Aristóteles hasta
Tomás de Aquino. Ese olvido es el punto de convergencia entre los restos
posmarxistas -soltados de su anclaje con la justicia social- y el mundo
liberal libertario.
El marxismo es
inter-nacionalista, es decir, acepta -aunque las trascienda en el
comunismo- la existencia de naciones, por tanto de raíces. El
liberalismo lo ha superado en la izquierda a través del progresismo, que
desemboca en el globalismo, la ciudadanía universal, la no bandera del
arco iris. El socialismo y el comunismo surgieron del tronco liberal
como reacción a las injusticias intolerables, a la explotación del
hombre en las primeras revoluciones industriales. La fruta nunca cae
demasiado lejos del árbol. Y el árbol es liberal, por mucho que la
fascinación marxista haga creer en una incompatibilidad total.
La
enemistad era auténtica, pero no irrevocable. Así lo demostró la rápida
conversión de los marxistas occidentales al liberalismo en sus
variantes liberalistas y libertarias. Gritaron contra el capitalismo,
pero en realidad serraron el árbol de las identidades, de los pueblos,
de la familia, del sentido común. Todo en beneficio de los vencedores de
1989, que pudieron deshacerse de un plumazo del competidor y de todos
los impedimentos morales, comunitarios y espirituales que frenaban su
carrera desenfrenada.
La huida del Ícaro
liberal borró todos los legados, pero los marxistas sin pueblo y sin
proletariado fueron los ayudantes de campo, los idiotas útiles del
liberalismo real. Deconstruida, desnaturalizada, desnudada, la humanidad
progresista es un amasijo estéril de consumidores. De los bienes, de
las experiencias, de los derechos, de los yoes. La libertad liberal ha
desbordado la "liberación" marxista y ahora consiste en la elección
heterodirigida en la única estantería del supermercado entre mercancías
de diferentes colores e idéntico contenido.
Malditos
sean nuestros hijos y hermanos, marxistas imaginarios, agentes del
enemigo liberal. Y pobres marxistas supervivientes y orgullosos que aún
creen en la ideología de Marx y Lenin; pobres nosotros también,
antiguos conservadores conscientes de que no hay nada que conservar,
personajes en busca de un autor cuya bandera ha caído.
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