Woke, venganza contra la Historia
por Roberto Pecchioli
https://telegra.ph/Woke-vendetta-contro-la-Storia-10-09
La cultura woke de la cancelación, autodenominada “despierta” (mejor hubiera seguido durmiendo), es una venganza contra la historia, un supremacismo del tiempo presente. Conduce una auténtica guerra contra el pasado. Palabras obligatorias, gramática inventada, estatuas derribadas, nuevos lugares comunes “presentistas”, a menudo ridículos, que sustituyen a convicciones arraigadas sobre las que comunidades enteras fundaron su identidad. Libros culpables de expresar ideas no conformes con la vulgata contemporánea son prohibidos. Hoguera simbólica a la espera de incendios reales. Cuando no son ocultos o “purgados”, los textos considerados políticamente incorrectos, las películas, las obras de arte sospechosas expuestas en museos, van precedidos de los llamados trigger warnings, avisos que “señalan la presencia de contenidos que podrían desencadenar emociones negativas, pensamientos o recuerdos desagradables en personas que han sufrido un trauma o son especialmente sensibles a determinados temas, como violencia, abusos o pérdida. El objetivo es permitir que las personas elijan si enfrentarse o no al contenido, ofreciéndoles una preparación psicológica y la posibilidad de evitar la retraumatización.” El nuevo arte degenerado. La definición citada es de Google, elaborada por Inteligencia Artificial. Vaya, quiénes son los verdaderos patrocinadores del huracán woke.
En esencia, se avisa a los lectores, usuarios de obras y contenidos, que estos no corresponden al canon presentista invertido. Pertenecen al pasado: merecen ser cancelados o al menos ridiculizados, sometidos a la censura ética del tribunal de la Inquisición Laica. El criterio es elemental: todo lo que no haya sido inventado, producido o pensado por la generación presente es erróneo, indigno, bárbaro. Los contemporáneos se han “despertado” y saben con certeza infalible que la visión del mundo actual es la única correcta, incluso definitiva. El despertar ha conferido la convicción apodíctica de que el pasado debe ser totalmente eliminado por delito de discordancia con el hoy. Gran empresa en nombre de la cual todo el legado histórico de la civilización occidental se ha transformado en un campo de batalla. El veredicto no prevé absoluciones, atenuantes ni eximentes.
El problema es que, si se destituye todo pasado, se vuelve imposible dar sentido a la vida de las personas en el presente. Tememos que ese sea el objetivo, no tanto de los teóricos woke, entre los que abundan personas excéntricas y borderline, sino de sus amos globalistas, quienes les han otorgado la cátedra y les han confiado la dirección del aparato cultural, mediático y comunicativo que poseen. De hecho, una característica de la cultura de la cancelación – oxímoron risible, ya que la cultura es acumulación – es que no pone en duda en absoluto el orden económico-social y financiero vigente, el globalismo capitalista, del que es aliada y vanguardia. El enemigo soy yo, eres tú que lees, es la gente común, resumida en la fórmula despectiva pale, male and stale, pálido (blanco), masculino y rancio (viejo, atrasado), extendida a toda la historia de la civilización.
La protesta no toca la estructura concreta del poder, sino que reinterpreta todo, cada pasado, cada evento como venganza póstuma contra los agravios de ayer. Como el pasado ya no existe y no puede ser cambiado, víctimas y verdugos deben ser creados y situados en el presente. La idea de sensibilidad violada es una narrativa artificial, nacida porque alguien decidió coserle una historia, atribuyendo a algo – una estatua de Colón, una obra de Aristóteles, ciertos principios – un significado de opresión capaz de crear el estado de ánimo ofendido, esencial para el mecanismo de la cancelación. El siguiente paso es la indignación a la carta, luego la sanción, por último la prohibición y la damnatio memoriae, la condena al olvido por indignidad. La primera víctima es el lenguaje que interpreta la realidad, por lo que debemos obligatoriamente decir alcaldesa o abogada, dirigirnos a “trabajadoras y trabajadores”, aunque a nadie se le había ocurrido que en italiano el género masculino “genérico” fuese discriminatorio.
La segunda es la libertad de juicio. La voluntad de proteger a alguien del malestar conlleva la prohibición de la libre expresión en nombre de una abstracción o de la mera intención ofensiva, inexistente en obras que, lógicamente, utilizaban los cánones lingüísticos, culturales y el conocimiento de la época en que fueron concebidas. La dictadura del presente impide la formación de conciencias libres e inhibe el futuro. ¿Y si las generaciones decidieran que el criterio woke es erróneo, quisieran conocer otros puntos de vista o intuyeran que el canon de hoy podría ser desmentido mañana? En cuanto a la ofensa percibida, a borrar o castigar, a menudo tiene rasgos paranoides. ¿Cómo puede ofender un verso de Shakespeare? Si ocurre, significa que generaciones criadas a pan y woke son fragilísimas, copos de nieve hipersensibles, incapaces de vivir en el mundo, forzadas por pésimos maestros a esconder la cabeza bajo tierra, hasta convertirse en odiadores implacables de cualquiera que rompa la burbuja de jabón en la que están inmersos.
Su imaginario, lejos de estar descolonizado como pretende la narrativa woke, ha sido vaciado y llenado de conceptos rodeados de un aura de indiscutibilidad, a priori cuya negación destruye mentes frágiles desacostumbradas al razonamiento. El capitalismo absoluto en el poder se ríe por lo bajo, porque necesita cabezas vacías, sobre todo si invalidan la historia, destruyen el pasado, corrigen el conocimiento. Esta es la quintaesencia de la modernidad liberal cuyas culpas pasadas tanto indignan al ideario woke. No es nueva la voluntad de poner todo a cero y empezar de nuevo desnudos. Es la historia de la revolución francesa, del comunismo, del maoísmo, de tradiciones que incluso imponen su propio calendario. Nunca ha dado grandes resultados, pero el hombre nunca aprende de sus errores, mucho menos si está programado para ignorarlos.
Un libro del húngaro Frank Furedi, nacionalizado estadounidense, La guerra contra el pasado, constata la naturaleza iconoclasta, furiosa, de la cultura de la cancelación: la rabia de quien violenta el pasado – quizá destruyendo una estatua presente durante siglos – para vengarse del presente y “desheredar la historia”. Ingenua es la sorpresa de Furedi al observar que las manías ideológicas actuales, incubadas en los años sesenta, explotaron a nivel de influencia cultural en los años ochenta, dominados por Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Confunde liberalismo/neoliberalismo y conservadurismo, ideologías divergentes. Los liberales de los años ochenta, así como sus referentes culturales y económicos (Von Hayek, Friedman, Ayn Rand), tenían esencialmente preocupaciones económicas: defendían la libre empresa y el dogma del crecimiento, la forma de progreso querida por la derecha liberal. Su supuesto conservadurismo se limitaba a defender el orden patrimonial existente. Margaret Thatcher afirmó que la sociedad no existe, solo existen los individuos. “There is no such thing as society”. Destilado de cultura de la cancelación, como la otra frase icónica de la dama inglesa según la cual “no hay alternativa” a la sociedad de mercado, el acrónimo TINA (there is no alternative) invocado por el pensamiento liberal.
Y fue el colonialismo anglosajón y francés el que practicó la cancelación cultural – deculturación seguida de aculturación forzada – respecto a los pueblos “atrasados”, sometidos a un enérgico lavado de cerebro para conducirlos al inevitable progreso, coincidente con la adhesión al modelo liberal-democrático occidental, que ahora – según la vulgata woke – habría alcanzado la cima civil y cultural de la historia. Un grave error si lo expresan expertos en escenarios geopolíticos como Francis Fukuyama, devastador si se convierte en la idea única de generaciones a su vez desculturizadas, además de ablandadas por el algodón existencial. Totalmente engañosa es la pretensión de un juicio moral inapelable de condena del pasado: racismo contra la historia. Una consecuencia es la autocomplacencia cegada por la negación de ideas, principios, formas de vida diferentes, incomprensibles al faltar el parámetro de comparación. El presente se convierte en tótem y tabú de una ideología semejante a la caverna de Platón, donde las sombras sustituían a la realidad.
El pasado a cancelar es lo dado, el fundamento, natural (la biología negada) o cultural, los usos, costumbres, tradiciones y principios sedimentados en el tiempo. Asistimos a un curioso fenómeno de inversión: hábitos, normas, instituciones son declarados obsoletos en nombre de la superioridad del presente, es decir, de una creencia indemostrable, mientras que quienes los defienden – cuando se les concede la palabra – deben aportar pruebas de la validez de sus afirmaciones. Pero ¿cómo es posible demostrar la normalidad de la existencia de dos sexos, de razas diferentes, del hecho de que la gestación ha sido asignada por la naturaleza o por Dios al ejemplar hembra de los mamíferos (un término sospechoso, que sugerimos a los policías del lenguaje)? Tampoco es posible aportar rigor científico al uso de ciertas palabras o a comportamientos que el juicio común siempre ha considerado normales (otro término cuya abolición se invoca).
No podemos demostrar que es mejor conocer a Dante, Shakespeare, la filosofía y la historia que cancelarlos. Falta un código común de comprensión. Podríamos afirmar que la condición preferida de los seres vivos es la homeostasis – el mantenimiento de condiciones estables –, pero seguiríamos en el terreno de la realidad, derrotada en el imaginario woke (y no solo) por la virtualidad. Es inútil recordar que teóricos liberales, de Stuart Mill al propio Hayek o el progresista Jonas, han argumentado a favor de la importancia de costumbres y modos de vida consolidados, pero estaríamos hablando del pasado. Nadie nos respondería. Solo miradas desdeñosas, como mucho la compasión reservada a quienes no están alineados con los tiempos.
Siguiendo a Erich Fromm – nada sospechoso de reaccionario –, afirmamos que está en marcha una resentida guerra del tener contra el ser en la que desacreditar el pasado es funcional a los intereses del mundo-mercado y su perpetuo movimiento orientado al beneficio. El símbolo universal del presente es el dinero, por naturaleza móvil, sin pasado ni futuro. El presentismo que borra, engulle y escupe es expresión de un mundo dominado por el mercado, el consumo, es decir, la obsolescencia programada. Y de una idea de libertad negativa, emancipación “de”. Vínculos, ideas, identidades, herencias; del pasado, el gran enemigo. Desnudos hacia la meta, pero el destino es la disolución. Individual, comunitaria, civil. Al despertar woke sucederá la noche definitiva. También se convertirá en pasado. Qué pasará con este trozo de mundo lo sabremos viviendo. O muriendo.
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