Sobre la democracia y la figura del Demócrata
Andrea Falco Profili
https://www.grece-it.com/2025/09/26/opinioni-sulla-democrazia-e-sulla-figura-del-democrate/
Las palabras, como cualquier otro instrumento, sufren el desgaste del tiempo. Al igual que las herramientas, es precisamente el paso de mano en mano lo que acelera este proceso, redondeando sus aristas y perdiendo la carga de su significado original, hasta volverse casi irreconocibles. Tal vez ninguna palabra haya sufrido un proceso de desgaste más radical que “democracia”. Hoy este término es un recipiente universal para toda aspiración al bien o – con más frecuencia – un sinónimo perezoso de libertad, tolerancia y derecho. Obviamente, en esta labor de sacralización secularizada, la Ilustración ha desempeñado un papel de primer orden. Los regímenes burgueses que se oponían al Antiguo Régimen, en el intento de legitimarse, buscaron sus raíces virtuosas en un pasado idealizado, construyendo una genealogía que desde la Atenas clásica conduciría linealmente hasta los palacios de Bruselas, Washington, Montecitorio o el Elíseo. Naturalmente, la operación es ideológica, como lo son todas las grandes construcciones míticas, pero no por ello se deberían aceptar las ilusiones a las que conduce al reivindicar una “identidad democrática”.
La democracia no es un término taumatúrgico capaz de resolver los conflictos. Un necesario ejercicio filológico revela que el elemento decisivo de este constructo léxico, kratos, significa potencia en el sentido de fuerza eficaz, a veces incluso coerción en su dimensión más física. Demos, sin kratos, sigue siendo una suma indistinta; kratos, sin demos, se convierte en pura prevaricación. Los griegos no ignoraban la fricción, ya que la democracia ateniense fue un equilibrio inestable entre asamblea, tribunales, sorteo y mando militar. La época de Pericles demuestra que la hegemonía cultural de un líder no abolía los controles, pero la ciudad se reconocía, en los momentos decisivos, en un guía capaz de imprimir dirección. No es casualidad que los detractores del gobierno popular llamaran al partido en el poder “democracia” precisamente para señalar el aspecto coercitivo del kratos, mientras que este prefería referirse a sí mismo simplemente como “el demos”. De aquí la primera constatación esencial: donde hoy se lee “gobernanza”, los clásicos escribían kratos. Vaciar el término de su nervio “violento” significa ocultar que la decisión implica riesgo, fuerte responsabilidad personal y – si es necesario – conflicto. En los momentos de bifurcación, la polis no se salva por mera procedimiento, sino porque alguien concentra y dirige la energía común. Es precisamente esto lo que la retórica contemporánea tiende a eludir.
Es interesante, además, un término de uso clásico que ha tenido poca fortuna histórica, demokrator. En el griego de época romana “demokratía” puede significar el dominio sobre la comunidad: en Apiano, César y Pompeyo “luchan por la demokratía” (ciertamente no compiten por una elección); y un testimonio tardío refiere que Dion Casio definía a Sila como demokrator. No es el cargo técnico del dictador romano, sino un poder personal pleno, aceptado porque es eficaz. Así se difumina la cómoda oposición escolar entre “democracia” y “dictadura”. La diferencia, sin embargo, existe y sigue siendo crucial: el dictador romano es una magistratura extraordinaria y temporal, delegada por la ley para resolver una emergencia. El demokrator podríamos definirlo como un resultado, es la fuerza colectiva que se reconoce en un líder que integra – en vez de suspender – el tejido institucional, orquestando el pluralismo sin disolverlo. En la época moderna, este dispositivo reaparece como cesarismo y, en una determinada fase histórica, con el nombre de bonapartismo: gobierno personal que nace de una relación directa con el cuerpo cívico y mide su legitimidad por la eficacia.
Pero volviendo a Atenas, es notable recordar que Tucídides anticipa en Pericles la figura del princeps: para evitar la acusación de ser un régimen democrático (horribile dictu), refiere de Atenas que era “en palabras democracia, en los hechos gobierno del pròtos anèr (primer hombre)”. Por tanto, una primacía personal aceptada, capaz de hacer operativa la legalidad y de hegemonizar a la mayoría. La imagen invierte el lugar común de la democracia ateniense como principio de los sistemas asamblearios “redescubiertos” en la época moderna, y muestra en cambio un incómodo vínculo con la institución romana que también Bonaparte, en la historia, quiso continuar: un compromiso entre élite, cuerpos y pueblo, con una guía que sabe también ser impopular. Demo-cracia, por tanto, no equivale a demo-arquía: es la operación de camuflaje de “fuerza de muchos” en “principio de muchos”. Que la democracia sea también cuestión de independencia material lo demuestra un episodio histórico concreto: en 89-87 a.C., cuando Atenas recupera por un momento la soberanía, reactiva formas democráticas. Independencia y democracia van juntas porque la ciudadanía es, ante todo, potencia en armas: sin autonomía, ningún kratos común puede ejercerse. No es solo un recordatorio incómodo para quienes identifican la democracia con una encuesta eterna, pero si en la mente de algunos esto abre la mirada hacia un régimen militar tradicionalmente opuesto a Atenas como el de Esparta, no es casualidad. De hecho, fue el ateniense Isócrates quien definió Esparta como una “perfecta democracia” por hacer coincidir ciudadanía y potencia armada en la figura de los espartiatas: ciudadanos por derecho de sangre, armados y llamados a ejercer una participación exclusiva frente al extranjero.
Para dar concreción a la figura del demokrator, se trata de definirlo como aquel que recibe un mandato de alta energía y lo devuelve en obras, definiendo prioridades y tiempos. En otras palabras, un régimen es democrático no si excluye la existencia de élites, sino si las reconfigura, pasando de élites de nacimiento a élites de función cuyo rango depende de la capacidad de hacer productiva la fuerza del pueblo. Napoleón es un caso ejemplar, no ejerció un papel dictatorial en sentido romano sino más bien de director plebiscitario: su administración, fundada en una relación inmediata con la nación, sin eliminar los cuerpos intermedios pero reorganizándolos, atestigua una trayectoria que – con las eventuales sombras del caso – confirma el kratos como un utensilio. La cuestión, antes que institucional, es también simbólica. La historia es un depósito de imágenes y ritos cívicos que concentran la atención colectiva. Sin este registro, la política se reduce a una administración engorrosa. En los momentos decisivos, las comunidades se reúnen en torno a figuras que separan el tejido vivo de las formas parásitas: intérpretes capaces de liberar recursos frente a rentas y aparatos que los drenan. Es la forma en que lo “sagrado” civil canaliza, sin misticismos, la energía común.
Que la acepción real de democracia hoy resulte tan ajena, si no contradictoria, no es injustificado: “democracia” es un término que tuvo tres siglos marginales en la Antigüedad, luego desapareció durante mucho tiempo y resurge tarde, hasta la consagración post-1789; en el siglo XX a menudo empleada como consigna contra regímenes antiliberales más que como definición institucional. Volver a los textos es un ejercicio necesario para reconocer pulsiones vitales de la política, comúnmente demonizadas en la figura maligna del “demagogo populista” que – observaba Spengler – corresponde a una fase de declive de las burocracias amorfas, destinadas a colapsar en el cesarismo, que no viene a extinguir la democracia sino a revitalizarla. No se invoca al hombre providencial, sino una gramática que una decisión y responsabilidad, permitiendo al pueblo reconocerse en quien gobierna, de modo que “democracia” vuelva a significar capacidad de destinar y no solo de administrar con resultados reales.
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