La usura y la Revolución



Franck Abed

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El 2 de octubre de 1789, en plena efervescencia revolucionaria, mientras Francia sufría una metamorfosis política y social de consecuencias incalculables, la Asamblea Nacional Constituyente adoptó una medida que pasó desapercibida para el gran público. Esta decisión provocó una ruptura fundamental en la historia económica y moral del país: la legalización del préstamo con interés.

El 3 de octubre de 1789, el texto legal fue redactado y publicado en forma de decreto que citamos: «La Asamblea Nacional ha decretado que todos los particulares, corporaciones, comunidades y personas jurídicas podrán en adelante prestar dinero a plazo fijo, con estipulación de interés según la tasa determinada por la ley, sin que ello suponga alterar los usos del comercio». Este escrito, breve y radical, invertía la prohibición ancestral de la usura al establecer una lógica nueva en la que el dinero podía legalmente generar dinero.

Este cambio financiero y jurídico no surgió de la nada. Se inscribía en una evolución lenta pero profunda de las mentalidades, iniciada mucho antes de la Revolución. Los trabajos de Jean-Yves Grenier, "La economía del Antiguo Régimen", o los de Jacques Le Goff, "La Bolsa y la Vida", recordaban que la Edad Media no era ajena a las prácticas financieras. Sin embargo, éstas estaban rigurosamente reguladas por una moral cristiana.

Durante más de un milenio, la usura –entendida como la percepción de un interés sobre un préstamo– fue condenada. Este juicio se basaba en las enseñanzas tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. El Deuteronomio (23,19) prohibía prestar con interés a tu hermano: «No prestarás a interés a tu hermano, ni en dinero, ni en alimentos, ni en cosa alguna que se preste a interés». Jesús, en el Evangelio según San Lucas (6,35), declaró: «Prestad sin esperar nada a cambio». Esta condena bíblica fue retomada y desarrollada por los Padres de la Iglesia, especialmente San Ambrosio y San Agustín, y posteriormente codificada por varios concilios (Nicea, 325; Letrán II, 1139; Letrán III, 1179; Letrán IV, 1215).

Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica (IIa-IIae, q. 78), declaró que prestar a interés era un acto contra la naturaleza: el dinero, siendo un instrumento de intercambio, no podía producir legítimamente fruto por sí mismo. Tomás consideraba que una compensación podía ser justa en ciertos casos, pero no bajo la forma de un interés impuesto contractualmente. Si el prestamista sufría una pérdida o daño al conceder el préstamo, podía ser indemnizado, en particular mediante la aceptación de un don espontáneo en reconocimiento al servicio prestado, siempre que ese gesto permaneciera libre y no exigido.

Sin embargo, tal sistema sólo podía funcionar en una sociedad cristiana, o al menos en un mundo donde los hombres estuvieran guiados por la honestidad y la moral. Tan pronto como esa base ética se debilitaba, resultaba inevitable que la lógica contractual, escrita y jurídicamente vinculante, sustituyese a la confianza voluntaria y al espíritu evangélico.

El decreto del 3 de octubre de 1789, al derogar las ordenanzas reales contra la usura y apartar el derecho canónico, introdujo un principio nuevo: la libertad contractual. De ahora en adelante, si dos personas aceptaban libremente los términos de un préstamo con interés, nadie tenía derecho a oponerse. El contrato se impuso a la moral, la firma sustituyó al apretón de manos. El interés excesivo ya no era considerado un abuso. En efecto, se convirtió en el precio del tiempo, del riesgo y de la oportunidad. Fue una victoria del liberalismo que convirtió la economía en una esfera autónoma, emancipada de toda trascendencia…

Conviene, sin embargo, no confundir dos realidades: por un lado, el préstamo con un interés razonable, justificado por el riesgo asumido, la pérdida de uso del capital o un servicio prestado; y por otro, la usura propiamente dicha, es decir, la práctica de tasas excesivas que explotan la necesidad o la ignorancia del deudor. Ya en la Edad Media, los moralistas, teólogos e intelectuales distinguían esta diferencia.

En Rerum Novarum, León XIII condenó la usura como «voraz», advirtiendo contra las prácticas financieras que explotaban a los trabajadores y perjudicaban a los pequeños ahorradores. Recordó que nadie debía dañar a los más débiles, ni por violencia, ni por fraude, ni por intereses excesivos, subrayando la responsabilidad moral de los ricos y los prestamistas. Pío XI, con Quadragesimo Anno, amplió la reflexión económica a la justicia social, denunciando el lucro como fin último y el imperialismo del dinero, reafirmando a la vez la necesidad de estructuras económicas justas.

Estos textos –y muchos otros– explican sin reservas que la riqueza debe servir al Bien Común, de lo contrario las sociedades humanas se exponen a la desorganización y al declive. La Iglesia identificaba claramente el uso legítimo del dinero y la usura, ofreciendo un referente ético para las prácticas financieras. Estas enseñanzas magisteriales siguen siendo fundamentales para comprender la posición doctrinal de la Iglesia respecto a la economía y las finanzas contemporáneas.

Las repercusiones jurídicas y filosóficas del voto de la Asamblea Nacional del 2 de octubre de 1789, así como del decreto publicado al día siguiente, fueron analizadas en profundidad por el historiador Pierre Dockès en "El capitalismo y sus ritmos". Él mostró cómo la secularización de las prácticas económicas fue acompañada de una verdadera transformación antropológica: el hombre moderno comenzó a definirse según la propiedad, el intercambio y la búsqueda del lucro.

Esta decisión revolucionaria tuvo efectos mayores y desastrosos, que afectaron mucho más que el ámbito económico. Al legalizar el préstamo con interés, la Revolución hizo posible el nacimiento del sistema bancario moderno, la creditocracia. Permitió también la acumulación de capital. De hecho, inauguró una lógica de deuda perpetua y de financiarización de la existencia. Selló la creciente desconexión entre el dinero y el mundo real, manifiesta desde hace varias décadas. El capital ya no se concibe como un medio, sino como un fin. El hombre se afirma como agente económico, creador y consumidor de valores abstractos, antes que como un ser destinado a la santidad.

La Iglesia, fiel a su doctrina social, no se dejó seducir por la elevación del capital al rango de valor supremo. Por ejemplo, Benedicto XVI, en Caritas in veritate (2009), denunció los sistemas financieros desconectados de la ética: «Además, la convicción de la exigencia de autonomía de la economía, que no debe tolerar influencias de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar del instrumento económico incluso de manera destructiva». Abogó por una refundación de la economía basada en principios sólidos y sanos: «Es urgente promover una economía con rostro humano»…

Los días 2 y 3 de octubre de 1789 no marcaron sólo un cambio legislativo: consagraron una verdadera inversión de civilización. Se pasó del orden cristiano, donde la riqueza seguía subordinada a la moral y al bien común, a un nuevo orden económico marcado por la autonomía absoluta del Mercado. Los revolucionarios, al conferir autonomía total a la economía y las finanzas, redujeron al hombre a su única función económica, separándolo de su vocación espiritual. El Dinero se erigió en Tirano. Y el Hombre, en vez de ser considerado un hermano a amar, fue reducido a no ser más que un deudor a exprimir sin fin.

Lo que la Revolución legalizó, nos corresponde hoy analizarlo para medir plenamente sus consecuencias. No para regresar a un pasado idealizado o soñado, sino para restablecer una jerarquía justa de los bienes: devolver al Dinero su justa medida; restaurar al Hombre y la Mujer en su plena dignidad. La cuestión de la usura no se resume a un simple asunto técnico: implica una verdadera elección de civilización…

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