La autoridad y el ridículo
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por h16
Recientemente, Trump y su equipo han utilizado una técnica terriblemente eficaz para desactivar las críticas virulentas de sus opositores demócratas: el ridículo.
Ante las punzantes críticas del representante Hakeem Jeffries, líder demócrata en la Cámara de Representantes, quien denunciaba los motivos del actual cierre gubernamental como una simple postura partidista, los trumpistas respondieron con ridículo puro y simple, escenificando a Jeffries con un gran sombrero mexicano de colores y un bigote falso, transformándolo en una caricatura andante.
Como era de esperar, Jeffries se quejó muy vocalmente de estos vídeos y de estos montajes, acusándolos de un racismo difícil de cuantificar. Y, como era de esperar, Trump aprovechó la ocasión para insistir aún más: en un tuit absolutamente oficial de la Casa Blanca, la administración Trump explicó que, por cada día adicional de bloqueo, el sombrero de la imagen crecería.
Desde entonces, cada intervención de Jeffries ha dado lugar a desvíos tanto visuales como musicales, haciendo completamente inaudibles los lamentos demócratas al respecto. Ante el asunto, el vicepresidente Vance explicó que todo esto le parecía bastante gracioso, mostrando la total ausencia de incomodidad provocada por la táctica empleada.
Estaremos de acuerdo: no es una retórica sofisticada, sino una simple burla que desactivó instantáneamente los argumentos demócratas. Al hacer de Jeffries un hazmerreír, Trump no solo neutralizó sus ataques, sino que reveló su vacío intrínseco, convirtiendo sus gesticulaciones en un sketch cómico.
El ridículo, aquí, no es un fin en sí mismo: es un reflector que ilumina la absurdidad de la autoridad cuando esta se considera intocable.
La utilidad del ridículo en política trasciende océanos e ideologías: es una palanca universal para despojar a la autoridad de su barniz solemne y, por lo tanto, de su capacidad para ofender o imponer.
Cuando un poder se apoya en la gravedad – discursos interminables, posturas marciales, declaraciones lapidarias – proyecta una sombra que asfixia la disidencia. Pero si se le inyecta la risa, todo se derrumba: el líder se convierte en un títere, sus decretos en farsas, sus enojos en los caprichos de un niño mimado.
Históricamente, figuras como Voltaire o Swift lo entendieron, usando la sátira para erosionar tronos absolutos. Hoy, en un mundo saturado de memes y de fenómenos virales, esta arma se ha democratizado: no requiere ni presupuesto ni ejército, solo un agudo sentido del absurdo. Ridiculizando al adversario, no se le combate en su propio terreno; se le derriba haciéndolo indigno de ser tomado en serio. Es una liberación: el pueblo ríe, y en esa risa la autoridad pierde su derecho a la reverencia.
En Francia, esta lección americana resuena con una urgencia casi cómica: la política de pollo sin cabeza conducida actualmente por Macron y toda su camarilla ya nada en lo burlesco sin que se den cuenta. Emmanuel Macron, quien antaño prometía una “República ejemplar”, merece ahora ser ridiculizado, no por malicia sino por necesidad pedagógica: su caótico “al mismo tiempo”, sus discursos interminables tan vacíos como marciales, sus posturas grandilocuentes y su política absurda llena de improvisaciones cada vez más peligrosas son como pompas de jabón listas para estallar en una carcajada colectiva.
Los últimos días son un ejemplo flagrante de absolutamente todo lo que no se debe hacer para parecer serio e inteligente: ya no se pueden contar las gesticulaciones cada vez más frenéticas para tratar de encontrar conejillos de indias voluntarios para ser ministros, mientras las finanzas del país están exhaustas y los márgenes de maniobra para las reformas indispensables desaparecen uno tras otro.
Algunos ven – una apuesta audaz – la sorpresiva dimisión de Lecornu como una táctica astuta para forzar a los partidos políticos a posicionarse y, por miedo a una disolución, aceptar un compromiso sobre el próximo presupuesto. No es absurdo – los diputados actuales están mucho más interesados en su puesto y en sí mismos que en el futuro del país, pero el espectáculo ofrecido por toda la clase política es más que desastroso: es ridículo.
El macronismo, simple agregador de arribistas mediocres pero determinados, los transforma a todos según los rumores en ratas que huyen de un Titanic ya agujereado o en traidores dispuestos a renunciar a cada una de sus ideas mientras conserven sus puestos, prebendas y privilegios. El nivel de ridículo alcanza cotas máximas. Algunos macronistas lo encarnan, otros lo destilan para producirlo químicamente puro y lo esparcen por todas partes, de los platós de televisión a la asamblea parlamentaria.
¿Y qué hacer sino utilizar el ridículo para devolver a estos fanfarrones imbéciles a su condición y a la razón indispensable que se requiere para dirigir una nación? Mientras estos desfiles de tontos intentan salvar lo insalvable y, por encima de todo, Macron intenta todavía, asumiendo todo el ridículo, salvar su puesto – cueste lo que cueste, dijo el pelele – cuando ya solo quedan escombros a su alrededor, es ahora cuando hay que utilizar todas las armas retóricas, empezando por el ridículo, para bombardear a estos pésimos políticos. Como Trump hizo con Jeffries, en Francia hace falta un coro de burlas – podcasts satíricos, sketches virales, caricaturas implacables – para que la era macroniana termine de hundirse en el ridículo completo que llevará ya sea a su destitución o a su dimisión.
Mientras Francia se hunde actualmente en una de las crisis políticas, económicas y sociales más graves de su historia, es imprescindible ridiculizar a Macron y toda su camarilla como nunca antes. El poder caerá como una fruta madura cuando el actual inquilino del Elíseo sea irreversiblemente ridículo ante todos y, afortunadamente, cada día que pasa y cada sketch que este payaso añade a su larga lista de actuaciones grotescas permiten abrir los ojos a cada vez más gente.
El rey está desnudo y el presidente, él, es ridículo.
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