El Acuerdo Moscú-Teherán redibuja el mapa estratégico del Ártico al Océano Índico



Nuevo corredor vincula exportaciones de gas, infraestructura nuclear y sistemas militares en un bloque no occidental

Global GeoPolitics

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La asociación estratégica integral entre Rusia e Irán, que entró en vigor en 2025, exige un análisis detenido. Sus defensores presentan el acuerdo como un realineamiento soberano y un baluarte contra la hegemonía occidental. Los escépticos advierten sobre trampas ocultas: un cartel energético disfrazado, un subsidio a la escalada y una fractura estructural en las cadenas globales de suministro. Ninguna interpretación es suficiente por sí sola. El pacto encarna contradicciones que definirán la geopolítica de la próxima década.

El tratado establece un marco de 20 años que vincula a Rusia e Irán en energía, transporte, defensa, finanzas, tecnología y diplomacia. La ratificación ya fue aprobada por la Duma rusa. La puesta en práctica de sus disposiciones pondrá a prueba los límites impuestos por sanciones, desconfianza, capacidad interna y presión externa. Sus efectos se sentirán en Europa, Oriente Medio, Asia del Sur y en el mapa energético global.

En su esencia, la alianza apunta a forjar resiliencia estratégica mutua. Rusia busca rutas de escape ante los puntos de estrangulamiento occidentales. Irán busca tecnología avanzada, garantías de seguridad y defensas ante presiones. El tratado formaliza cooperación en energía nuclear (rol de Rosatom en cuatro reactores iraníes, por unos 25 mil millones de dólares), un gasoducto a través de Azerbaiyán hacia Irán (potencialmente 55 mil millones de m³ al año) y la reactivación del comercio a través del Corredor Internacional de Transporte NorteSur (INSTC) para evitar rutas marítimas occidentales. Ese gasoducto sería comparable en escala al antiguo Nord Stream. Irán también planea suministrar 40 turbinas MGT70 a Rusia, con licencia de Siemens, aliviando restricciones en las centrales térmicas rusas bajo sanciones. Acciones básicas como la integración de sistemas de pago (Mir en Rusia, Shetab en Irán) figuran en el pacto. La lógica espacial es clara: canalizar el comercio a través de Irán, reducir la dependencia del Suez, el Mar Rojo, el Bósforo y el Mediterráneo, y concentrar los flujos energéticos bajo un nuevo eje.

La dimensión energética es la más tangible. Si Rusia puede canalizar gas a través de Irán, obtiene rutas alternativas de exportación menos vulnerables a interrupciones. Irán se convierte en un centro de tránsito, ganando tanto tarifas como influencia estratégica. China, India, Pakistán, Turquía e Irak se encuentran en posibles rutas futuras. El tratado también facilita la inversión rusa en el petróleo/gas y la infraestructura iraní, aliviando las restricciones de capital impuestas por las sanciones occidentales. Para Irán, cuyo crecimiento en la producción de gas se ha ralentizado (2 % anual recientemente) mientras el consumo aumenta y la infraestructura se deteriora, el capital y la tecnología rusos prometen alivio. Pero Irán enfrenta un déficit crónico de gas diario (históricamente 90 millones de m³/día, proyectado a 300 millones en invierno). Sin ayuda externa, su red eléctrica falla, las refinerías rinden poco y las industrias quedan paralizadas. El tratado ofrece un salvavidas parcial.

Sin embargo, los desafíos son serios. Un informe del Stimson Center advierte que la construcción de gasoductos, la exposición a sanciones, los riesgos en la transferencia tecnológica, la ineficiencia administrativa y la excesiva dependencia del capital ruso suponen graves peligros. Irán debe modernizar instalaciones antiguas, superar bloqueos en la financiación externa, corregir incentivos mal alineados y gestionar la corrupción y la burocracia internas. Rusia debe cargar con el peso de invertir en terreno difícil bajo sanciones, asumir riesgos de represalias y confiar en las capacidades iraníes.

La confianza política y estratégica es frágil. La inteligencia británica ha señalado desconfianza persistente y ha reconocido que el tratado quizá no produzca grandes avances. Eurasia Review califica la alianza de “tibia”, señalando la competencia energética entre Moscú y Teherán, volúmenes comerciales modestos (alrededor de 5 mil millones de dólares) y la escasa implementación de acuerdos previos. En la práctica, Rusia se ha negado a una cláusula de defensa mutua completa. El pacto prohíbe ayudar a un agresor tercero pero no compromete asistencia militar directa. La diplomacia iraní ha enfatizado que no desea verse arrastrada a bloques defensivos. En los recientes ataques aéreos estadounidenses e israelíes contra instalaciones nucleares iraníes, Moscú condenó públicamente los ataques pero no respondió militarmente. Esta brecha expone la diferencia entre alianza retórica y pacto operativo.

El tratado también cambia la dinámica de sanciones y jurisdicción legal. Rusia ya ha rechazado la reciente reimposición de sanciones de la ONU contra Irán (mecanismo snapback), calificándolas de ilegales y no vinculantes. Esa postura construye de facto una legalidad paralela donde Moscú actúa como si las sanciones no fueran vinculantes, facilitando así el incumplimiento o la falta de cooperación. Teherán también ha amenazado con rechazar inspecciones o cooperación con el OIEA si las sanciones persisten. Con dos grandes potencias desafiando abiertamente los mecanismos occidentales de aplicación, la ejecución se vuelve asimétrica. Los países que deseen relacionarse con uno o ambos estados se enfrentarán a riesgos legales, diplomáticos o a la necesidad de compartimentar relaciones.

Las implicaciones regionales son profundas. En el Cáucaso Sur, el gasoducto probablemente cruzará Azerbaiyán, lo que otorga a Bakú un papel potencialmente elevado como centro de tránsito, pero también lo sitúa entre presiones rivales de Moscú, Teherán y Occidente. Los intereses armenios pueden verse afectados. Pakistán e India pueden buscar aprovechar el corredor para energía y comercio. La ruta INSTC busca evitar Suez y reducir el tránsito RusiaIndia hasta en un 40%, ofreciendo una alternativa al transporte marítimo controlado por marinas occidentales. Para Europa, nuevos flujos de gas podrían afectar mercados o reducir su influencia. Para el Sur Global, el nuevo corredor ofrece diversificación comercial potencial, pero la mayoría de los estados carecen de capacidad para gestionar los riesgos geopolíticos.

En la energía global, el pacto promueve la desdolarización. Rusia e Irán enfatizan el comercio bilateral en monedas locales y sistemas de pago alternativos. Con el tiempo, eso puede erosionar la dominancia del dólar en ciertos mercados energéticos, especialmente entre estados tolerantes a sanciones. El tratado no busca derrocar por sí solo la primacía monetaria estadounidense, pero contribuye a la infraestructura de fragmentación sistémica.

Debe considerarse si el tratado es parte de un “oscuro” gran plan o un giro racional y soberano. La arquitectura energética y de transporte aquí construida no es benigna: controlar flujos, cuellos de botella, dependencias y manipulación de precios es poder. Puede alimentar la escalada en conflictos. Hay ejemplos, como que Rusia ya emplea drones iraníes (serie Geran/Shahed) en Ucrania; Irán accede a defensa aérea rusa (S-400) y plataformas Su-35. Esa transferencia amplía el riesgo militar en Oriente Medio y más allá. Pero la ausencia de una cláusula de defensa mutua señala que ambas partes desean preservar la maniobra independiente en vez de una escalada vinculante.

Analistas independientes, como los del Centre for Analysis of Strategies and Technologies (CAST, con sede en Moscú pero de orientación independiente), señalan que la lógica exportadora de armas rusa se alinea con las necesidades de Irán. Irán gana en seguridad interna con acceso a sistemas pesados. Pero CAST también advierte del riesgo de sobredependencia, fuga tecnológica y represalias diplomáticas.

El equilibrio internacional se desplaza. Occidente no puede tratar a Rusia e Irán por igual: Rusia sigue siendo más estable económicamente, más capaz militarmente y central en la política euroasiática. Irán es un socio menor limitado por demografía, fragilidad económica, sanciones y disenso interno. Así, el eje es asimétrico. Rusia extrae influencia, Irán obtiene protección e inversión. Pero el peligro está en inflar expectativas: si Rusia no cumple, la desilusión iraní puede generar inestabilidad, golpes o deriva agresiva.

También debe evaluarse el coste de la reacción occidental. EE. UU. puede sancionar a empresas terceras involucradas en el gasoducto, bloquear transferencias tecnológicas, presionar a estados del Golfo o imponer sanciones secundarias. Estos resortes ya existían en parte. El tratado magnifica la confrontación: gasoductos vía Azerbaiyán, corredores ampliados por Pakistán o India, provocan resistencias regionales. Países en la ruta pueden sufrir coacción.

El riesgo de escalada es alto. Si empeoran las tensiones con Israel o Arabia Saudí, Irán puede usar su posición energética o peso político. Eso presiona a Rusia para responder o arriesgarse a la vasallización. El tratado erosiona los límites entre política energética y de seguridad. En África, Latinoamérica, el sudeste asiático, los estados que observan la alianza pueden reevaluar sus propios alineamientos. Algunos se alinearán, otros cubrirán riesgos.

No obstante, la narrativa del giro soberano tiene mérito. El tratado amplía la multipolaridad. Ofrece a los estados no occidentales una alternativa estructural a la dependencia. Para estados bajo sanciones o coerción occidental, el ejemplo resuena: comerciar a través de Irán, acuerdos energéticos fuera del dólar, marcos legales ajenos a tribunales occidentales, cadenas de suministro independientes. En estados pequeños (Venezuela, partes de África, ciertos estados asiáticos), la alianza ofrece nuevos modelos. Si el corredor funciona y el comercio fluye, el tratado puede ayudar a crear una economía global paralela.

Pero eso depende de la ejecución, la disciplina y la coordinación mutua. Muchos tratados visionarios fracasan al implementarse. Rusia debe evitar la sobreextensión; Irán debe mantener reformas estructurales; los estados no alineados deben evitar verse envueltos en conflictos proxy.

El mayor riesgo del tratado es el exceso de confianza. Si Rusia incrementa demasiado pronto su implicación militar, se arriesga a quedar atrapada. Si Irán supone demasiado apoyo, puede provocar una reacción. La arquitectura es desequilibrada, ya que energía, transporte y finanzas dependen mucho de Rusia. Pero el riesgo estratégico pesa sobre ambos.

En suma, el tratado Rusia-Irán de 2025 forma parte de una reconfiguración gradual del orden mundial. No representa simplemente una reacción a la presión occidental, ni debe verse como un intento conspirativo de fracturar el orden global. Más bien ejemplifica la diplomacia de estado, donde los estados poderosos buscan influencia, aseguran rutas estratégicas y afirman autonomía. El resultado final dependerá de la ejecución efectiva, la dinámica de la guerra de sanciones, la evolución política regional, los niveles de confianza mutua y la capacidad interna de los actores implicados. Los observadores, especialmente fuera del discurso dominante, deben observar si el corredor cumple las expectativas o colapsa bajo presión.

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