Europa es ahora solo una periferia






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En estos tiempos difíciles, en los que casi nadie vela ya por la belleza de la tierra, con el mundo en llamas entre guerras sin sentido y masacres indescriptibles, los analistas y los (falsos) sabios de los medios de comunicación subrayan la irrelevancia de Europa y sus instituciones, su falta de influencia en el panorama político internacional, su exclusión y marginación de los foros donde se toman las decisiones importantes y se adoptan las medidas decisivas. Y al señalarlo, se muestra sorpresa y consternación, casi como si se estuviera sufriendo una injusticia o se fuera víctima de un abuso.

Sin embargo, bastaría evaluar con distancia y sin prejuicios la llamada Unión Europea para darse cuenta de que no podría ser de otra manera. ¿Qué y quién debería garantizar la autoridad y la credibilidad de la entidad que se ha apoderado de la civilización europea si esta se basa precisamente en el rechazo de toda idea (previa) de autoridad y soberanía? Los «talibanes» que la integran están claramente al servicio y a las órdenes de centros de poder externos y desconocidos, por lo que no están en condiciones de intervenir de forma efectiva, tomar decisiones autónomas y abordar los problemas reales de la población.

Al ser meros transmisores de órdenes y firmantes de decretos y reformas dictados por alguien que solo está interesado en su propio beneficio (los señores de la usura), son totalmente incapaces de emprender cualquier tipo de iniciativa buena y útil para los pueblos a los que pretenden gobernar. Incluso la creciente esterilidad de la población y la brecha reproductiva que está extinguiendo a los europeos pueden achacárseles, como consecuencia directa de ese «oscurecimiento», que depende mucho más de lo que se pueda imaginar de la lejanía del Espíritu, que es siempre fuente de vida, renovación y renacimiento de los seres vivos en la tierra.

El hechizo del que son víctimas los mantiene alejados de la Luz del Señor, que podría aclarar sus actos e iluminar sus pensamientos. Perdidos en las sombras y desconectados del corazón, el alma y la mente, actúan como fríos artilugios, rindiendo cuentas exclusivamente a sus fabricantes y programadores, que los han puesto allí (comprándolos por poco, porque poco valen) para que cuiden de sus intereses, que no prevén en modo alguno el bien común. Una falta de libertad y autonomía que, por otra parte, no perdona ni siquiera a los primeros camareros —ni siquiera al comandante en jefe de los Estados Unidos, el más servil de todos, ¡incluso en virtud de las cenizas de Epstein escondidas bajo la alfombra!—, situados solo un peldaño más arriba en la jerarquía servil...

He aquí el origen y la lógica de todas las imposiciones y directivas demenciales que estos siervos dan a luz continuamente (¡ESTÁ TERMINANTEMENTE PROHIBIDO! es lo único que saben decir al pueblo), incluidas las decisiones obtusas e insensatas de política internacional, inaceptables no solo desde el punto de vista de la inteligencia, la conciencia y la humanidad, sino incluso contrarias a los intereses materiales de los distintos Estados europeos. Por otra parte, la maldad congénita que los caracteriza les impide hacer asociaciones lógicas y racionales, distinguir lo que es correcto de lo que es incorrecto, garantizar cualquier forma de justicia y asegurar (en la medida de lo posible) un poco de paz. No poseen los principios, no están en condiciones de acceder a su fuente.

Lo que era el contenido espiritual eterno de Europa ha sido atacado y demolido no por enemigos externos, de los que nos podríamos haber defendido por instinto de supervivencia y por reacción natural, sino, de forma mucho más banal, el ataque ha venido desde dentro, desde algunos componentes y fuerzas que han promovido ideologías y formas de vida que representaban la negación del orden anterior, hasta conducir a la actual esclavitud. El orden orgánico en el que se basaba la civilización anterior, articulado en comunidades, cuerpos y unidades diferenciadas y jerarquizadas, mantenidas unidas por la relación directa de la realidad terrenal con el dominio espiritual y lo sagrado, se desmoronó cuando se interrumpió el «contacto» entre lo alto y lo bajo. Y el hecho mismo de que hoy se utilice el arma de las sanciones económicas para doblegar a los Estados y naciones recalcitrantes, cuando antes bastaba con amenazar con la excomunión para someter a los soberanos y a los individuos, indica claramente el deslizamiento material que ha sufrido la sociedad moderna.

Por otra parte, la tiranía y el totalitarismo son posteriores a esta «fractura», al menos desde la Revolución Francesa en adelante, donde un aparato centralista basado en la burocracia, el control policial y las imposiciones rígidas se ha afirmado de manera cada vez más invasiva y opresiva, contra las anteriores autonomías e independencias comunitarias y personales, en las que se respetaban y mantenían las diferencias lingüísticas, étnicas e históricas individuales. Y haber cambiado las antiguas autonomías y libertades por el (supuesto) bienestar material no es necesariamente un buen negocio.

 Para rebelarse contra esta tiranía, aparentemente invencible, sería necesario devolver al centro la auténtica libertad, que ya no esté al servicio del individualismo y de los vicios egoístas privados, transformados en derechos públicos; reconstruyendo, al mismo tiempo, un orden orgánico totalmente descentralizado, compuesto por autonomías individuales y autoridades intermedias, devolviendo al centro de las funciones directivas —a todos los niveles— a la persona, capaz de afirmar el principio de autoridad mediante la asunción directa de responsabilidades, primero con el ejemplo y luego con actos precisos y comportamientos coherentes; fundando todo ello en la firmeza interior, la inquebrantabilidad y la ausencia de temores y miedos hacia el mundo exterior, hostil y contrario.

Fundamentos que solo el retorno a los valores espirituales y tradicionales podrían garantizar, pero este cambio revolucionario no es ciertamente algo que se pueda esperar de los parásitos que hoy dirigen (¡!) la decadente Europa, empeñados únicamente en complacer su egoísta particularidad y en lamer la mano que los alimenta y les sujeta la correa.

 

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