Desoccidentalizar Europa






Walter Aubrig y Olivier Eichenlaub

Si bien los fundadores de Norteamérica nunca la concibieron como una colonia europea, hoy en día es Europa la que, en muchos aspectos, está espiritualmente colonizada por Estados Unidos, cuya estrategia de expansión imperial lleva de hecho el nombre de Occidente.

Al término de la Primera Guerra Mundial, en 1922, se publicó en Alemania el segundo volumen de un libro con un destino particular y una posteridad paradójica: La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler. Un siglo más tarde, en 2022, Michel Onfray tituló «¿El fin de Occidente?» un número especial de su revista Front populaire, mientras que Emmanuel Todd publicaba en 2023 La derrota de Occidente. La palabra Occidente está hoy más que nunca en boca de todos, con acentos dramáticos que anuncian el fin de un reinado. Sin embargo, su significado ha sufrido cambios considerables.

Lo que durante mucho tiempo ha sido la acepción común de Occidente es lo que al otro lado del Rin se denomina Abendland, el país del ocaso. El término lleva consigo toda la carga romántica de una época en la que el mundo estaba dividido en dos mitades: por un lado, el Occidente cristiano, heredero del Imperio romano del mismo nombre, y por otro, el Oriente, que comenzaba en Bizancio y se extendía por un continente asiático aún poco conocido. Sin embargo, este Occidente fue desapareciendo poco a poco en favor de la idea de Europa con la entrada en la modernidad, en el Renacimiento. Era la época de los grandes descubrimientos, el comienzo del nomos de la tierra, por decirlo con Carl Schmitt. A partir de entonces, los europeos dejaron de definirse en relación con un eje este-oeste, sino en relación con un territorio: el continente europeo en su confrontación con el resto del mundo. Solo durante el siglo XX, y especialmente en el enfrentamiento entre los grandes bloques durante la Guerra Fría, se volvió a utilizar el término Occidente para designar una realidad con implicaciones muy diferentes: el gran Oeste, el Western World.

Sin embargo, y a pesar de esta ruptura que en muchos aspectos es sinónimo de despojo para Europa, la movilización de Occidente como concepto de referencia persiste, especialmente entre quienes se consideran defensores de la identidad europea. Este Occidente ya no es verdaderamente cristiano y cada vez adquiere menos rasgos de un «mundo blanco», una proyección que, a la vista de la realidad étnica de la sociedad estadounidense, por ejemplo, plantea evidentes interrogantes. No obstante, el resurgimiento del término sugiere la idea de que los occidentales, los europeos y los «blancos» están unidos en sus modos de vida y en sus relaciones con el resto del mundo por una matriz cultural común. La entrada de las tropas rusas en Ucrania en 2022 o el ataque de Hamás contra Israel en 2023 han favorecido aún más la reivindicación del término, trasladando así el deseo de reconocimiento identitario al ámbito de las realidades geoestratégicas. Su invocación parece tener en primer lugar un valor performativo: se espera algo de este conjunto de pertenencia, se buscan aliados, incluso hermanos, en un momento en que los enfrentamientos comunitarios son cada vez más intensos. Y, después de todo, ¿cómo no entenderlo? En este contexto, teniendo en cuenta la situación geopolítica del siglo XXI, más aún que antes de la caída del telón de acero, nos parece, sin embargo, que apoyar el apego de Europa a la «bandera occidental» es un error histórico fundamental.

Se basa en la idea falaz de que Occidente podría ofrecer hoy la oportunidad de establecer un nuevo equilibrio geopolítico, apoyándose exclusivamente en la solidaridad entre poblaciones de origen europeo, cuya «dispersión» es el resultado de antiguas aventuras coloniales. Esta oportunidad ofrecería perspectivas de salvación inesperadas, gracias al apoyo de una «diáspora europea» homogénea y benevolente, repartida principalmente en América del Norte, en algunos países de América del Sur, en Sudáfrica y en Israel, y que se enfrenta a retos demográficos y amenazas civilizatorias similares a los que afrontan hoy los europeos. Si bien es evidente que están surgiendo convergencias en virtud de estas raíces comunes, y si bien es sumamente deseable que estas convergencias den lugar a sinergias fructíferas, no hay que olvidar que la realidad de las lógicas geopolíticas propias de cada continente puede comprometer considerablemente, a largo plazo, estas perspectivas de cohesión. A menos que nos contentemos con simples discursos que puedan legitimar puntualmente la coincidencia de intereses particulares y la generosidad del corazón.

¿Por qué, entonces, no prevalecen estas raíces comunes? La mayoría de las naciones «occidentales» situadas en otros continentes son fruto de un movimiento colonizador que llevó a poblaciones originarias de Europa a establecerse de forma permanente al otro lado del mar para explotar tierras que, a sus ojos, parecían poco aprovechadas hasta entonces, siguiendo un proceso similar al que condujo en la Antigüedad a la fundación de ciudades griegas en el Mediterráneo o a la expansión territorial del Imperio romano. Pero las naciones anglosajonas fundadas en su día por colonos europeos, al igual que las colonias griegas que poco a poco se fueron liberando de la koiné que las unía a su ciudad madre, se han emancipado desde hace tiempo de la tutela del Viejo Mundo para perseguir legítimamente la satisfacción de sus propios intereses en un territorio nuevo que les permite multiplicar las posibilidades.

Los Estados Unidos, a los que se suele referir en primer lugar cuando se habla del conjunto occidental, nunca han dejado de reivindicar un «destino manifiesto», justificando así su profunda ruptura con la tradición europea, aunque las élites estadounidenses e inglesas hayan seguido tejiendo durante dos siglos estrechos lazos personales y familiares. Esta ruptura proviene de la ideología de los «padres peregrinos», del sueño mesiánico de las comunidades protestantes fundamentalistas que abandonaron Europa para vivir en una sociedad purificada de la corrupción del «viejo mundo», aristocrático y monárquico. A pesar de las recurrentes referencias a la Antigüedad griega o romana, que permiten reivindicar, de forma más o menos legítima, la herencia de la democracia ateniense y la misión «civilizadora» del Imperio romano, la «ciudad en la colina » se concibió desde sus inicios como una refundación de Jerusalén, para la cual el largo desvío histórico por Europa ya no tenía mucho sentido. Por otra parte, la historia de América se basó en un episodio anómico en ruptura voluntaria y total con las instituciones entonces vigentes en Europa: el Lejano Oeste, como sistema de organización de la conquista territorial y la colonización, y posteriormente la Guerra de Secesión, sirvieron de acto fundacional de un Nuevo Mundo y constituyen aún hoy su mitología en el imaginario colectivo estadounidense.

 De ello se desprende que, en muchos aspectos, la única acepción válida de «civilización occidental» es la de un canon de valores que se difundió de manera casi uniforme a finales del siglo XVIII, mediante la cristalización de lo que los historiadores han denominado «revoluciones atlánticas», de las que los ejemplos estadounidense y francés son solo los más emblemáticos. Así, un corpus filosófico que proyectaba la fundación ex nihilo de una sociedad mejor y de un hombre nuevo pudo aprovechar las redes de poder establecidas en lo que entonces era todavía la esfera de influencia de la Europa triunfante. Los principios de libertad y emancipación individual, democracia, igualdad ante la ley y progreso debían servir de base a los padres fundadores de los Estados Unidos, mientras que en Europa se manifestaron como el producto tardío de una civilización que poseía su propia dinámica, orientada por tradiciones vivas que habían trazado su trama de fondo, generadora de estructuras políticas y sociales probadas a lo largo de los siglos. Una vez más, se trata de un paradigma arraigado en el tiempo y que, precisamente porque los estadounidenses pudieron liberarse del peso de la herencia civilizatoria europea, encontró su expresión en formas completamente diferentes a ambos lados del Atlántico.

Así, el acercamiento institucional entre América del Norte y Europa, en un contexto de adhesión común a los valores de la democracia liberal, debe entenderse precisamente como síntoma de una asimetría en las relaciones de dependencia, incluso de dominación. Se ha producido en beneficio de la «colonia», en detrimento de las naciones europeas de origen. Durante los treinta años gloriosos y la Guerra Fría, aprovechando el debilitamiento de las potencias europeas tras el cataclismo de las guerras mundiales, fue precisamente el «poder blando» de Estados Unidos el que permitió a la potencia estadounidense protegerse contra una posible recesión de su influencia, consolidando su dominio cultural, ideológico, económico y militar en todo el territorio europeo denominado «occidental». En otras palabras, si Norteamérica nunca fue concebida por sus fundadores como una colonia europea, es Europa la que hoy, en muchos aspectos, está espiritualmente colonizada por los Estados Unidos, cuya estrategia de expansión imperial lleva de hecho el nombre de Occidente.

Las naciones y los pueblos europeos se ven hoy inmersos en una gran recomposición de los equilibrios geopolíticos. Este contexto arriesgado para los Estados de Europa, más aún tras la elección de Donald Trump en noviembre de 2024, plantea ahora a sus dirigentes el considerable reto de recuperar el poder.  Y este reto solo podrá superarse a costa de una desoccidentalización desde dentro, de la superación de un orden orientado por el ideal ilusorio de las democracias liberales. Es en su tradición política más perdurable donde encontrará los recursos necesarios para insuflar un nuevo impulso a su destino civilizatorio, a la altura de los retos que se avecinan.

Walter Aubrig y Olivier Eichenlaub

Este texto ha sido publicado en el n.º 7 de la revista OMERTA, «Anti-woke, en guerra contra las plagas que amenazan nuestras sociedades». Constituye una selección de los argumentos expuestos por los autores en el primer Cuaderno de estudios, publicación del Pôle Etudes del Instituto Iliade para la larga memoria europea.


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