Dadaísta, seductor, dandi. La aventura de ser Evola

por Stenio Solinas
Fuente: Il Giornale & https://www.ariannaeditrice.it/articoli/dadaista-seduttore-dandy-l-avventura-di-essere-evola
"Todo lo que quería saber sobre Evola, pero nunca se atrevió a preguntar" podría ser, parafraseando a Woody Allen, el subtítulo de la pesada biografía, de más de 700 páginas, que Andrea Scarabelli en Vita avventurosa di Julius Evola (Bietti, euro 39) ha dedicado a esta compleja y controvertida figura. Basándose en una década de investigación, que incluye archivos italianos y extranjeros, correspondencia, entrevistas y testimonios, Scarabelli ha conseguido contextualizar su obra y al mismo tiempo centrarse en el tipo humano que la hizo posible. También ha trazado un retrato convincente de la época, o más bien de las épocas, en las que Evola se encontró viviendo: la Roma artística, política e ideológica de principios del siglo XX y luego de entreguerras; la Viena que ya no era Habsburgo pero tampoco nazi; el París surrealista y modernista; la "isla pagana" Capri por excelencia: pero también el hierro y el fuego de la Segunda Guerra Mundial, el colapso italiano y la rendición alemana, el difícil periodo de posguerra marcado por la parálisis física de sus piernas, largas hospitalizaciones, dificultades económicas y repentinas oleadas de notoriedad pública, detenciones y juicios, que contribuirían en no poca medida a su reputación de "mal maestro" o maestro tout court, del neofascismo italiano en los años cincuenta y sesenta.
El
primer elemento que salta a la vista, contradiciendo y/o corrigiendo
esa aura de impasibilidad e impersonalidad que él mismo contribuyó a
construir y que sus exégetas transformaron en una especie de tótem
intemporal, es que Evola fue un intervencionista, inmerso en su propio
tiempo, deseoso de labrarse un espacio público y de desempeñar un papel
en el agón cultural. Era un hombre colérico y polemista, pero estaba
dispuesto a transigir cuando otros caminos no eran viables, a dejarse
estampar y denunciar, incluso a calumniar en la prensa, y a golpear las
manos... Desde sus comienzos fue un pintor dadaísta y teórico de un arte
abstracto en su deseo de hacer tabula rasa de todo lo que fuera
tradición, conservación, pasado, así como un devoto de un dandismo a la
Oscar Wilde, como le reprochaban sus críticos: monóculo, brillantina,
uñas esmaltadas, elegancia extrema, falso título de nobleza,
predilección por las mujeres maduras que probablemente veían en la
seducción de este "abatino elegante" (la definición es del futurista
Bragaglia) algo perverso y al mismo tiempo excitante.
Lo
fue aún más en su posterior faceta de filósofo y, cómo decirlo, de
ideólogo, en ese archipiélago irregular que fue el movimiento fascista
antes de que cristalizara en un régimen, y que sin embargo, una vez que
fue tal, mantuvo en su seno tal vivacidad de posiciones y contrastes
como para hacer rancia tanto la idea de un sistema monolítico como la de
una ausencia de debate cultural, cuando no una ausencia total de
cultura.
Desde este punto de vista, el
libro de Scarabelli es tanto más interesante cuanto que traza un mapa,
tan razonado como compuesto, de las diferentes almas intelectuales que
surgieron en la época, cada una con sus propios puntos de referencia, ya
fueran periódicos, lugares de encuentro, editoriales, así como
referentes políticos y, por tanto, centros de poder alternativos. Algo
en lo que nunca se ha insistido lo suficiente, y que en cambio
Scarabelli pone de relieve, es que la intelectualidad fascista que
surgió entonces era hija del intervencionismo de guerra que la había
precedido. Todos, más o menos, habían estado en el frente, todos habían
regresado del frente a la vida civil manteniendo una mentalidad militar.
Era la repetición de aquel fenómeno de los demi-soldados napoleónicos
tan bien descrito por Balzac, los inadaptados en relación con el mundo
que debería haberles acogido como si nada hubiera ocurrido mientras
tanto... La idea de que los que habían estado en las trincheras o al
ataque debieran ahora sentarse detrás de un escritorio de oficina y
recibir órdenes de los que se habían quedado en casa parecía
surrealista, al igual que la apelación al viejo decoro burgués, al
intercambio cortés de opiniones, a la polémica educada... Aunque con
menos virulencia que los campeones del insulto gratuito como Mario Carli
y Emilio Settimelli en las columnas de L'Impero, Evola también
desempeñó su papel, un belicismo de palabras que paradójicamente se
desbordó del fascismo al neofascismo de posguerra, donde no es
casualidad que Evola se encontrara a menudo descrito en los mismos tonos
y con los mismos epítetos denigrantes que le habían acompañado durante
los veinte años de fascismo...
Sin embargo,
hay que decir, y Scarabelli lo argumenta muy bien, que Evola no fue en
absoluto un personaje marginal en la cultura fascista. Cuando y si se
encontró en los márgenes, fue como resultado de batallas ideológicas muy
precisas que se libraron y debatieron, la anticatólica y la racial, por
nombrar las dos más significativas, y que, por mucho que le envolvieran
en un cono de sombra, nunca consiguieron dejarle completamente fuera de
juego. Es significativo que, todavía en diciembre de 1942, un joven
Italo Calvino pidiera a Eugenio Scalfari, colaborador de la Roma
fascista, aclaraciones sobre Evola y "sus tonterías del pensamiento
ario" que, por muy tonterías que fueran, "ejercen una cierta
fascinación, hasta el punto de que de la lectura de algunos de sus
artículos he sacado más de una inspiración dramática". Y por lo demás,
de Moravia a De Pisis, de Croce a Gentile, a Marinetti y Papini, de la
editorial Laterza a la editorial Bocca, Evola tuvo frecuentaciones y
publicaciones desde su primera aparición que contribuyeron a hacer de él
un personaje redondo, nada folclórico y mucho menos insignificante.
También
tuvo conocidos políticos, en primer lugar Farinacci, que lo acogió bajo
su ala protectora, pero también Bottai, aunque de forma discontinua y
fluctuante. Sobre todo, y a pesar de sus negativas al respecto, tuvo en
Mussolini, si no un protector, un referente pragmático y no
prejuiciosamente hostil. Lo que la historiografía sobre el fascismo
tiende a olvidar es que antes del Mussolini político había existido el
Mussolini intelectual, el fundador de Utopía y el colaborador de La
Voce, el amigo tanto de Prezzolini como de Lombardo Radice y Salvemini,
el agitador socialista e intervencionista, el prefecto del Porto sepolto
de Ungaretti, el amigo y compañero de armas de Marinetti... Mussolini
conocía la cultura de su tiempo porque la había practicado, no le era
ajena, la comprendía. Esto explica la atención, incluso paroxística, con
la que seguía sus acontecimientos, castigando o premiando a tal o cual
escritor, a tal o cual movimiento. Era una especie de coto de caza suyo y
los intelectuales su caza, con tantas especies protegidas y especies a
matar o sacrificar. Evola, después de todo, cayó en lo primero.
En
el libro hay también un examen en profundidad de su pensamiento, que es
fascinante y nada fácil, pero, como sugiere el título, el interés del
autor está en otra parte, en esa vida "aventurera", de hecho, que al
menos hasta el trágico brote de 1945 en el que perdió el uso de las
piernas correspondía plenamente a ese adjetivo. Desde su experiencia
dadaísta, Evola también tenía una visión no provinciana de sí mismo: era
políglota, tenía un buen conocimiento de las lenguas clásicas, una
pasión por Europa del Este y un fastidio por el clima cultural romano
que a menudo le resultaba asfixiante. Frente a la mitología que la época
posterior a la Segunda Guerra Mundial construyó a su alrededor, el
retrato que dibuja Scarabelli es también el de un bon vivant, brillante y
nunca aburrido, con un discreto sentido del humor, consciente de su
propio valor, pero cuidadoso de no caer en la caricatura. Muy celoso,
también, de su propia libertad: del trabajo, de las cargas familiares,
de las contingencias materiales, y dispuesto a pagar un precio por ello.
Valiente también, amante del peligro entendido como una especie de cita
a ciegas, una prueba espiritual en cierto modo, una prueba y al mismo
tiempo una ofrenda, y en última instancia una señal. En Viena, caminar
bajo las bombas había significado precisamente esto. "Sólo podemos
comprender a través de todas las consecuencias". Todas, ninguna
excluida, como él mismo experimentó, pero sin despotricar nunca contra
el destino cínico y bárbaro.
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