La Rueda Solar, el Fuego Ancestral y el Árbol Cósmico.

 



Memoria y Solsticio Invernal en el renacimiento del mundo (Parte I)


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Círculo PYR.

Cuando era pequeño, anhelaba la llegada de la época invernal. El frío me resultaba amable, lo mismo que los días breves, las luces de colores en las calles y la sensación de llegar a casa para recibir el abrazo cálido del hogar. Sería deshonesto fingir que no esperaba aún con más ansia las vacaciones: durante unas semanas, el mundo cotidiano se volvía menos anodino y adquiría un brillo casi mágico, sin caer en la fantasía fácil, pero dotando a esas fechas de un encanto irrepetible.

Volver a ver a familiares ausentes desde la Navidad anterior, las comidas que mi madre preparaba con esmero… Todavía visualizo una Nochebuena en la que, sentado en la cocina, vi Excalibur de John Boorman mientras el horno templaba el ambiente y mis abuelas llegaban para ayudar. Aún recuerdo vívidamente la fascinación que despertó en mí la espada emergiendo de la mano de la Dama del Lago, el joven Mordred tramando venganza contra su padre, bajo aquella máscara dorada…

Excalibur, de John Boorman (1981) es una auténtica obra maestra.

¿Y los regalos? Ningún niño sincero puede negar la atracción que ejercen sobre él los paquetes brillantes. Preparar la lista para los Reyes Magos o para Santa Claus —según la casa— era un ritual minucioso, una operación estratégica medida al detalle para maximizar la posibilidad de obtener aquello que más deseábamos. Todo esto no son más que ligeras pinceladas de la experiencia navideña de alguien todavía relativamente joven, pero que ha visto cómo la sociedad española y occidental ha mutado a un ritmo vertiginoso.

Reconocer un cambio no implica emitir un juicio negativo per se. La realidad es que en este mundo de fuerzas contrapuestas, que pugnan eternamente por superponerse unas a otras, rara vez se puede decir que algo ha mutado “absolutamente” para mejor o peor. En el caso de la Navidad, todo es más o menos como hace 30 años, solo que envuelta en más pantallas y quizás algo menos de misterio. Probablemente los niños también materializan y desencantan antes la mística de los regalos y sus portadores. Pero, en cualquier caso, los adultos nos movemos en el mismo horizonte desacralizado y castrado que impera en estas fechas desde hace ya mucho tiempo.

Mucho antes de convertirse en Navidad, el solsticio de invierno significó para los pueblos europeos el renacimiento del Sol. Ese astro que culmina su máximo poder en junio inicia después una declinación lenta y obstinada, debilitándose a lo largo del otoño hasta llegar exhausto a diciembre. Sus rayos, escasos, pálidos y desvaídos, provocaban entre nuestros antepasados júbilo precisamente por su escasez, mientras las fuerzas telúricas e invernales parecían dominar el mundo.

Es también en diciembre cuando el Wildes Heer1 , el Ejército Furioso, vuelve a cabalgar sobre los cielos, ejerciendo su misión aniquiladora y a la vez protectora, con la mayor intensidad. Las noches previas y posteriores a Yule o el solsticio son un umbral: destruyen y regeneran, preparan y purifican. Exigen recogimiento, autoconocimiento e iniciación. Nos animan a amar y recordar —a los que están, a los que se fueron y a los que vendrán— y, sobre todo, nos colocan frente al espejo de nuestra propia finitud. Porque lo que vive el sol en su ciclo anual es la imagen perfecta del destino humano: nacer desde la oscuridad, alcanzar el cénit luminoso y descender de nuevo hacia las sombras. No hay nada que lamentar, pues esa es la ley del mundo, el Eterno Retorno:

«Si un demonio se introdujera furtivamente en tu más honda soledad y te dijera: «Esta vida, tal como la vives ahora y como la has vivido, deberás vivirla una e innumerables veces más...»2

El enfoque de este artículo se sumergirá en las raíces protoindoeuropeas que enlazan las hogueras eslavas con los festivales de fuego escandinavos, los ritos de inversión social de la Roma imperial con las tradiciones antiguas que aún resisten en la España contemporánea. La tesis central es que bajo una gran multiplicidad de máscaras europeas, late una estructura mítica unitaria: la eterna lucha entre luz y oscuridad; la disolución ritual del orden para permitir el renacimiento; y sobre todo, la comunión peligrosa pero necesaria con los ancestros, en la noche más larga del año.

La Rueda solar y la Esvástica: Arquetipos Eternos

Para integrar la profundidad insondable del solsticio de invierno, es imperativo interrogar a sus símbolos principales. En este umbral emerge la Rueda Solar o Esvástica. El léxico que nuestros ancestros acuñaron para describir estas realidades desvela una misma arquitectura mental. El vocablo castellano «rueda» hunde sus raíces en el latín rotā, descendiente directo de la raíz protoindoeuropea *Hreth₂- / *ret-, voz que evocaba la acción de «rodar» o «correr». Esta fuente primigenia reverbera en cognados que abarcan desde el sánscrito rátha («carro») y el griego rothéō («hacer girar»), hasta el germánico rad y el céltico roth («rueda»). Tal filiación demuestra una evolución semántica capital: el tránsito del mero concepto de movimiento circular al objeto físico que precipitó una revolución tecnológica, culminando en su consagración como el símbolo supremo del Sol y del ciclo del tiempo.

El Balkåkra Ritual Object es un artefacto de bronce de la Edad del Bronce Nórdico Temprano (c. 1500–1300 a.C.), hallado en un pantano cerca de Ystad (Escania, sur de Suecia) en 1847, actualmente en el Museo de Antigüedades Nacionales de Estocolmo.

En contraposición, la designación indoaria swastika recupera su potencia original, cuyo significado literal —«lo que es de buen augurio» o «aquello que está bien3». Sus raíces indoeuropeas, *h₁su- («bueno») y *h₁es- («ser»), se ramifican hasta el griego eu- (presente en eudaimonía)4. El término añade una precisión capital: el «retorno» de la buena estación con la Aurora del año. Lejos de ser un amuleto estático, el símbolo encapsula así, la promesa cíclica de la renovación de la vida.

En el núcleo de la reconstrucción mitológica protoindoeuropea yace, allá donde dirijamos la mirada, una veneración absoluta por los cuerpos celestes, concebidos no como materia inerte, sino como entidades numinosas dotadas de voluntad, poder y destino. La lingüística comparada y la mitología sugieren la existencia de una deidad solar femenina, reconstruida como Seh₂ul, y un dios del cielo diurno, Dyḗws Ph₂tḗr5.

En este contexto, juzgamos crucial discernir si el individuo europeo contemporáneo mantiene intacto el potencial que aún mana de las fuentes primordiales de su Ser; esto es, qué estremecimiento le provoca el símbolo de la Rueda Solar, la esvástica. Hablamos de un signo que se yergue como representación primordial y sagrada del Sol: el astro como dador de luz y principio de sí mismo, una fuerza ancestral que disipa las tinieblas y unifica las tradiciones europeas desde la noche de los tiempos. Porque las Formas (εἴδη) no son sino «Principios eternos», potencias absolutas e inmutables. Las cosas sensibles de este mundo son lo que son únicamente por participación (μέθεξις) en estas Formas:

«Y lo Bello en sí mismo, y lo Grande, y lo Pequeño… reconozco que cada uno de ellos es una realidad una y misma; y que todas las demás cosas participan de estas realidades…»6.

La Rueda Solar es sagrada no por ser un mero receptáculo de inquietudes sentimentales de los pueblos europeos, sino porque participa de —y es, literalmente— el fuego sagrado que gobierna el cosmos, el rayo decisivo, la tormenta que sacude los cimientos de la realidad. Todo ello converge en un mismo arquetipo coronado por el astro rey y el movimiento rotante de las estrellas, donde los brazos giran imitando la danza circular del Sol, manifestando la inmutabilidad de aquello que es superior a toda humanidad contingente.

Rastro en el Neolítico y el Bronce

El yacimiento de Mezin7 (c. 10.000 a.C.) rompió el dogma que vinculaba la esvástica a la rueda tecnológica, demostrando que su génesis precedió a la invención mecánica. Milenios después, la Cultura de Vinča (c. 5700–4500 a.C.) plasmó el motivo en husos y pesas de telar, sugiriendo una analogía metafísica entre el acto de «hilar» el destino y el giro del cosmos, convirtiendo la rueda solar en el calendario litúrgico por excelencia. Milenios más tarde, durante el Neolítico, con la sedentarización y el advenimiento de la Cultura de Vinča (c. 5700–4500 a.C.) en los Balcanes, la esvástica y los motivos espirales comenzaron a adornar la cerámica ritual.

La Edad del Bronce (c. 1700-500 a.C.), era dorada de la heliolatría, halla su culmen en el Carro Solar de Trundholm (c. 1400 a.C.)8. Sus ruedas, formadas como cruces solares, revelan una concepción fractal: el microcosmos del vehículo replica la ley geométrica del macrocosmos solar. Concebido como herramienta procesional de mímesis astronómica, este objeto dialoga claramente con los petroglifos nórdicos de Bohuslän y Alta9, donde el Sol navega el inframundo en barcos.

El Carro Solar de Trundholm (Solvognen) es un artefacto icónico de la Edad del Bronce Nórdico (c. 1500-1300 a.C., periodo Montelius II), hallado en septiembre de 1902 en un pantano en Trundholm Mose (Odsherred, noroeste de Zelanda, Dinamarca.

Por todo ello, es fundamental distinguir arqueológicamente entre la rueda solar (círculo partido en cuatro) y la esvástica. Aunque están claramente emparentadas, no son idénticas. La rueda solar enfatiza la cardinalidad —los cuatro puntos, las cuatro estaciones— y la estabilidad. La esvástica, al romper la circunferencia y angular los brazos, enfatiza la rotación, la fuerza centrífuga y el devenir. En la mentalidad de la Edad del Bronce, si la Cruz Solar es el «Eje» del año, la Esvástica es el «motor» que lo hace girar10.

Del Fuego Funerario a la Soberanía Sagrada

Con la Cultura de los Campos de Urnas (c. 1300-750 a.C.), la cremación consagró el fuego como vehículo psicopompo de transmutación. Las urnas cinerarias de este periodo, así como los cinturones y joyas de bronce, exhiben una profusión de esvásticas y ruedas solares11. La iconografía del caballo marcado con una esvástica revela al animal como Sonnentier (vehículo solar). En la transición al Hierro (Hallstatt y Villanova, c. 800-450 a.C.), este simbolismo devino político: el jefe, rodeado de ajuar solar, se identificaba con el Astro Rey, erigiéndose como el «centro» de su tribu y transformando la esvástica en sello de legitimidad aristocrática.

En la cultura céltica de La Tène, esta abstracción se personifica en Taranis12 (del protocelta Toranos, «El Trueno»). Representado de forma parecida a un Júpiter con una rueda en la mano, Taranis no solo gobierna la tormenta, sino el Orden Cósmico (Rota/Rta)13. Las miles de rouelles votivas halladas en la Galia atestiguan su función como garante del ciclo estacional y del estruendo celeste.

Los Bracteatos

Tras la caída de Roma, el Periodo de las Migraciones (c. 375-568 d.C.) atestigua el renacimiento de la esvástica en los bracteatos de oro. Estos medallones desplazaron la efigie del César por la mitología nórdica, situando el símbolo junto a la cabeza de Odín y su caballo, a menudo frente al hocico o el oído divino. En simbiosis con inscripciones rúnicas como alula esvástica operaba aquí no como ornamento, sino como teúrgia activa y apotropaica, invocando la potencia del galdr y el vuelo extático del dios-hechicero.

La eminente Hilda Ellis Davidson14 aventuró una hipótesis capital para la comprensión del símbolo: en el periodo pagano temprano, la esvástica operaba como el emblema de Thor, precediendo a la estandarización del martillo Mjölnir en forma de T invertida durante la Era Vikinga tardía. Davidson sostiene que la esvástica encarna al martillo en rotación cinética, girando en el aire para abatir a los gigantes, o bien al propio rayo en su descenso fulgurante15.

Los discos solares de bronce de Asturias (España) son artefactos de la Edad del Bronce temprano (c. 2400-1800 a.C.), hallados en el contexto de la cultura Campaniforme (Bell Beaker), y muestran una notable similitud con ejemplos irlandeses.

El escudo gélido de «Svöl»

Aunque compilada en el siglo XIII, la Edda Poética custodia estratos míticos de una antigüedad primordial. Las estrofas 37 y 38 del Grímnismál constituyen uno de los pasajes de cosmología solar más densos de la tradición nórdica[1]. Allí se revela cómo Sól, divinizada como un goði skínandi («sacerdote resplandeciente»), mantiene su equilibrio entre dos polos: el impulso ígneo de los caballos solares y el principio refrigerante del Svöl («el frío»). Árvakr («Madrugador») y Alsviðr («Muy veloz») son los corceles que elevan el astro, bajo los cuales los dioses situaron el ísarnkol («hierro frío») para evitar que su ardor los consumiera. Pero es la figura de Svalinn la que encierra la clave teológica:

«Svöl se llama, / se yergue ante el Sol, / el escudo del brillante sacerdote; / montañas y mares, lo sé, arderían / si alguna vez cayera de su sitio…»16

La filología ilumina la función sagrada de este objeto. Svalinn deriva del adjetivo svalr («frío, fresco») y el sufijo participial -inn. Significa, literalmente, «El Enfriador» o «El que refresca». Su raíz indoeuropea, *swel- («enfriar, palidecer»), se opone directamente a *h₁egw- («arder»). Svalinn representa, pues, el solsticio de invierno y principio frío del cosmos, la contraparte necesaria del ardor solar ilimitado. El verso Björg ok brim brenna skulu («montañas y mares arderían») advierte del peligro del exceso solar. Sin este escudo mediador, la realidad sería consumida.

Esta concepción resuena poderosamente con la doctrina pitagórica de los contrarios armónicos y con el logos de Heráclito: «la tensión de los opuestos produce armonía»17. El cosmos nórdico no es estático; se sostiene por la tensión entre fuego y hielo, día y noche, Sol y escudo solsticial. Svalinn no es un obstáculo, sino el regulador del fuego divino, análogo al principio heraclíteo que «enciende y apaga las medidas del fuego». Es la frontera sagrada que permite la vida conservando el ardor sin consumirse18.

La Esvástica en lo Político

El siglo XIX marcó el punto de inflexión con los hallazgos troyanos de Schliemann, que reavivaron la fascinación por esta herencia aria compartida. Sin embargo, el ocultismo völkisch operó una resemantización radical. Guido von List la integró como la runa Gibor de pureza racial y fuego secreto, mientras que Lanz von Liebenfels, al izarla en 1907 sobre su castillo, la transformó en estandarte de una guerra metafísica entre «los hijos de la luz» y oscuridad.

La técnica (oro repujado con granulado de puntos y engastes circulares hoy vacíos o con piedras oscuras) es compatible con trabajos de lujo de los siglos II–III d. C. en el ámbito póntico, donde se conocen piezas tanto romanas como “bárbaras” (sármatas, escitas tardíos, góticos tempranos).

Para los nacionalsocialistas, la esvástica no operaba como un mero distintivo, sino como el centro inmutable de un torbellino cósmico. Aunque esta ideología se proyectaba como una lucha implacable de movimiento perpetuo —el giro de la rueda—, en el corazón estático de ese torbellino residía la certeza sagrada de la identidad aria indoeuropea y su destino final. El símbolo encarna la Ley de la Lucha continua inherente a la existencia, tal como «una rueda que gira sobre sí misma» sin desplazarse de su eje.

Cuando el NSDAP adoptó el Hakenkreuz en 1920, Adolf Hitler no lo eligió por azar, sino que lo asimiló como el estandarte supremo del pretendido retorno a un estado primigenio hiperbóreo. Representaba la conquista de la inmortalidad física a través del combate total por la victoria de la sangre. Así, la «rueda solar» se erigió en el máximo exponente arquetípico de la vida renaciente, de la fecundidad y de la voluntad de poder ascendente.

Entre los jerarcas e ideólogos del movimiento existía la convicción —casi una certeza místico-espiritual— de que la misión crucial del nacionalsocialismo no era política, sino ontológica y cosmovisional: una vuelta a los orígenes primordiales de los pueblos europeos, tanto en el plano físico como en el espiritual19. Es aquí donde la esvástica alcanzó su mayor grado de tensión y fuerza como signo combativo de carácter racial y metafísico.

Tras la derrota del Reich en 1945, la proscripción de la esvástica en gran parte de Occidente forzó a los movimientos neonazis y a las corrientes esotéricas a buscar o resignificar símbolos sustitutivos. En este vacío iconográfico nace y se consolida el mito del Sol Negro20.

La runa Sowilo es la runa del sol del futhark antiguo y la representación del fonema /s/ en las escrituras rúnicas germánicas. Nombre proto-germánico reconstruido: *sōwilō o *sōwulō (“sol”).

El Mito del Polo y el Eterno Retorno

El magisterio de Jean Haudry marca una ruptura decisiva con las aproximaciones universalistas —tales como los enfoques de Carl Gustav Jung, Rene Guenon y las nebulosas de una «tradición universal» abstracta— para centrarse rigurosamente en la reconstrucción específica de la tradición indoeuropea.

Bajo su lente, el signo figuraba en las cuatro posiciones cardinales —cotidianas y anuales— de la constelación que hoy identificamos como la Osa Mayor. Así, devino el símbolo supremo de los «cuatro cuarteles» y de la división cuatripartita del espacio. Es el nexo entre el ciclo solar de cuatro estaciones y la veneración inmutable a la Estrella Polar. Como señaló acertadamente Zelia Nuttall, la swastika llegó a simbolizar un poder central estable, una soberanía inmóvil cuya Ley se proyectaba, ordenadora, hacia las cuatro direcciones del cosmos21.

La evidencia arqueológica confirma que este signo jamás fue un ornamento banal. La trayectoria de la rueda solar y la esvástica en Europa narra la historia de una veneración por la permanente dualidad que estructura el cosmos: la tensión entre un centro inmutable al que retornar y un movimiento agonal, viril y eterno. Recuperando una vez más al oscuro Heráclito:

«La guerra (Pólemos) es padre y rey de todas las cosas»22.

El símbolo es, pues, conflicto y abrazo simultáneo entre Cielo y Tierra, entre Orden y Caos, entre el Padre Celeste y la Madre Telúrica. Existe en el hombre una chispa divina, un hálito inenarrable que anima todo cuanto existe, existió o existirá; incluso aquello que no fue y nunca será. Ese aliento vital —libre, puro, perfecto e inafectado por el devenir— halla su reflejo más potente en el radiante símbolo de la Rueda. Es la forma ascendente, heroica y ancestral que nuestros antepasados más lejanos nos legaron como recordatorio de una verdad absoluta: que, más allá del tiempo y la muerte, siempre Somos.

El Fuego como restaurador solar

En el imaginario germánico, Yule —Jól, del protogermánico jehwla— evoca rueda, giro, tránsito. No es un matiz filológico: expresa la convicción de que el solsticio marcaba el eje cósmico donde pendía la suerte del mundo. Si la rueda se atascaba, el invierno se impondría para siempre. Esta narrativa instauraba una tensión dramática en las fechas solsticiales: la vulnerabilidad de la luz y la imperiosa necesidad de la intervención humana, pues la restauración del Sol en la bóveda celeste exigía un combustible espiritual.

Los rituales ígneos asumían entonces la lógica de la magia simpática: incendiar el microcosmos para vigorizar el macrocosmos. No se trataba de una mera iluminación estética de la noche, sino de una transferencia de energía vital al Sol moribundo para asegurar su renacimiento.

En el Ṛgveda, Agni ocupa un lugar central. Es uno de los dioses más invocados junto a Indra y Soma, y no por azar el himno inaugural del libro primero se abre con una alabanza directa: agním īḷe purohitaṃ«A Agni alabo, al sacerdote puesto en cabeza del sacrificio.»

La Dualidad del Fuego y el Logos Heraclíteo

El fuego solsticial ostenta, en consonancia con la cosmovisión indoeuropea, una naturaleza dual: es solar (de proyección celeste y trascendente) y ctónico (conectado con la tierra y los ancestros de la estirpe). El solsticio de invierno es, por definición, un instante liminal; una grieta en la continuidad cronológica, un intersticio donde las leyes de la física cotidiana quedan en suspenso y el velo entre el mundo de los vivos y el dominio de los muertos se adelgaza hasta la transparencia. Para Haudry el fuego es «forma terrestre de un elemento representado en el cielo por el sol y en el espacio intermedio por el rayo, y es uno de los dioses más antiguos indoeuropeos23

Bajo el prisma de Heráclito, el fuego no es una sustancia estática, sino un proceso de cambio incesante que, paradójicamente, es ordenado y constante. Este devenir se cumple «encendiéndose y apagándose según medidas»24. Las «medidas» (μέτρα) rigen este flujo, vinculándolo al Logos como principio de racionalidad universal. En síntesis, el fuego es el principio cósmico eterno y dinámico (Logos). Y el Sol es la manifestación visible de ese fuego que, al obedecer a las medidas cósmicas, ejemplifica la permanencia de la Ley Universal en medio de la mutación.

Así, en las tierras eslavas y bálticas, la noche de Koliada encendía hogueras sobre los sepulcros25. No por superstición, sino por lealtad hacia sus antepasados: en la noche más larga, los muertos corrían el riesgo de enfriarse, y así, de sentirse ofendidos y olvidados. Al avivar el fuego, los vivos cumplían el antiguo pacto intergeneracional: los ancestros, confortados por el calor y la memoria, devolverían fertilidad cuando la primavera reclamase el mundo.

Belenos, el Resplandor que salva

Belenos —Bel, Belinus, Baelisto— surge como la divinidad celta del fuego solar por excelencia. Su nombre, de raíz bel- («luminoso», «brillante»), lo define como el que más resplandece26. En la Península Ibérica, Baelisto custodiaba el solsticio de invierno, cuando su fuerza sanadora resultaba decisiva para reanimar el mundo adormecido por el hielo27.

πῦρ o pyr, en griego “fuego”.

El tronco solsticial de invierno se consagraba a él. El tronco ardía doce noches, reflejo de los doce meses, mientras se invocaba a Belenos para que impulsara el retorno de la luz. Cuando el tronco se consumía, sus cenizas no se descartaban, pues eran consideradas materia sagrada (sacra). Se creía que curaban enfermedades («las cenizas de Belenos sanan toda dolencia»), protegían el hogar contra el infortunio y, esparcidas en los campos, aseguraban la cosecha.

Sin embargo, el aspecto más crucial de la liturgia residía en la continuidad: un fragmento del tronco carbonizado se preservaba celosamente para encender el fuego del solsticio siguiente. Este gesto creaba una cadena ininterrumpida de fuego que abarcaba años, décadas, e incluso generaciones.

El Árbol como Axis Mundi

El árbol de Navidad representa la supervivencia, metamorfosis y adaptación de una estructura cosmológica fundamental compartida por los pueblos indoeuropeos: el Axis Mundi. El lingüista Émile Benveniste, en su análisis de las instituciones indoeuropeas, identificó la raíz protoindoeuropea *deru- (o *drew-), cuyo significado original no es botánico, sino cualitativo: «ser firme, sólido, constante»28. De esta raíz matriz se bifurcan dos familias semánticas que estructuran la cosmovisión europea:

  1. El Eje Material (El Árbol): Derivados como el sánscrito dāru (madera), el griego dory (lanza), el eslavo drevo, el gótico triu y el inglés tree.

  2. El Eje Ético (La Verdad/Fidelidad): Derivados como el inglés truth (verdad), trust (confianza), betroth (desposar), el alemán treu (fiel), el nórdico antiguo trú (fe) y el celta derb (seguro).

«Nuestro pueblo se aferró con fidelidad a su antiguo saber en mitos y costumbres contra la falsificación extranjera. Para nosotros, el árbol de las manzanas de oro es, como hace miles de años, reflejo del conocimiento verdadero: el saber de la vida pura y de sus leyes eternas.» Plassmann, J. O. Ancestral Inheritance.

Esta homología lingüística revela una concepción filosófica fundamental: para el hombre indoeuropeo, la «verdad» no era una abstracción lógica, sino una cualidad de resistencia y solidez análoga a la del roble o el fresno. El árbol es la encarnación física de la Ley Inmutable. Por ello, las asambleas jurídicas —como el Thing germánico— se celebraban invariablemente bajo árboles sagrados; la justicia requería la presencia del Axis Mundi para ser válida. El árbol actuaba como testigo silencioso y garante de los juramentos, conectando la palabra humana con el orden divino.

Del Irminsul al Vårdträd: El Pilar y el Guardián

Entre los sajones, el Irminsul —el Gran Pilar que «sostenía el universo»— simbolizaba este vínculo. Su destrucción por Carlomagno en el 772 d.C fue un acto de «guerra cosmológica»: al talar el pilar, el rey franco no solo destruía un ídolo, sino que desmantelaba la estructura que sostenía el cielo sajón, precipitando simbólicamente el fin de su mundo.

Esta conexión penetraba hasta la unidad social básica: la granja familiar (Odal). En Escandinavia persistió la tradición del Vårdträd (árbol guardián) o Tuntre. Este árbol solitario (tilo, fresno, roble), plantado en el centro del patio, albergaba al espíritu del fundador o a los genios tutelares. La familia ofrecía libaciones a sus raíces, especialmente durante Yule, pues el bienestar del clan estaba simbióticamente ligado a la salud del árbol29. Bajo esta luz, la quema del tronco de Yule era un acto de afirmación comunitaria y racial, supervivencia de una religiosidad extática.

«Así, el árbol perenne del invierno —árbol del año y de la vida— se alza de un ciclo a otro y resplandece como el “estandarte luminoso de Dios”, guiando las filas de los años y las generaciones venideras. Antaño, discos ardientes giraban por el aire en toda Germania; portadores de antorchas recorrían y aún recorren los campos nevados, uniendo la potencia solar recién nacida con la fuerza hereditaria materna. Y a los muertos, miembros de la comunidad combatiente, se los consagraba con la bebida de recuerdo ofrecida por los vivos.»30

La Metamorfosis Cristiana

El teatro medieval introdujo el abeto (Tannenbaum) en la liturgia: el Paradiessbaum del 24 de diciembre31. Manzanas rojas —simbolizando el fruto prohibido y el pecado— y obleas consagradas —la Eucaristía y la redención— colgaban del árbol, creando una síntesis teológica —pecado y redención— que permitió su entrada en los hogares cristianos. Así el antiguo axis mundi adoptó un nuevo ropaje sin perder su antiguo poder espiritual pagano.

El Romanticismo alemán transformó el árbol en emblema nacional (Deutscher Wald). Por otro lado, las SS nacionalsocialistas adoptaron el árbol como parte de su Julfest (Fiesta del Solsticio). Fritz Weitzel redescubrió una liturgia doméstica donde el Julleuchter (Candelabro de Yule) era central32. Este candelabro de cerámica, adornado con runas, se colocaba bajo el árbol33. Y para un Julius Evola, la verticalidad del árbol perenne afirmaba el orden frente al caos de la caída horizontal del mundo moderno.

Una tradición de lo más llamativa para los que no están acostumbrados.

España conserva manifestaciones autóctonas de este simbolismo arbóreo, donde lo pagano y lo cristiano se entrelazan con una vitalidad asombrosa:

El Tió de Nadal: La tradición catalana del Tió de Nadal fusiona el simbolismo del tronco de Yule con la lúdica infantil. El Tió es un tronco antropomorfizado —con rostro, barretina y manta— que «llega» al hogar en la Inmaculada Concepción. Los niños lo alimentan ritualmente hasta la Nochebuena. En el momento culminante, los niños golpean al tronco cantando el Caga Tió, instándole a defecar regalos.

El Apalpador: Galicia preserva la figura del Apalpador, un gigante carbonero de las sierras de O Courel y Os Ancares. A diferencia de Papá Noel, el Apalpador desciende en Nochevieja para realizar una tarea específica: palpar el vientre de los niños y verificar si están bien alimentados. A cambio, deja un puñado de castañas, símbolo de prosperidad y arraigo a la tierra34.

El Roblón cántabro: La mitología cántabra ofrece una visión más oscura con el Roblón, el «hombre árbol». La leyenda narra la transformación de una joven refugiada en un roble durante una tormenta; las fuerzas mágicas la fusionaron con el vegetal, convirtiéndola en un ser de corteza y ramas con ojos de fuego. Su final llegó a manos de leñadores que prendieron fuego a su cabello de hierba seca. Se cuenta que sus restos sirvieron para formar unas hogueras de un calor sobrenatural.

Vemos que bajo la apariencia del adorno navideño persisten símbolos que vienen de muy lejos. El muérdago, guardián de los umbrales, arde cada 13 de diciembre como cierre del año ritual; el acebo mantiene sus púas como escudo contra lo adverso35. Cada rama, cada fruto, es un fragmento del viejo pacto entre la luz naciente y la oscuridad que acecha. Lo que hoy llamamos folclore es, en realidad, una continuidad profunda: un hilo que une a los pueblos hispánicos con el sustrato preindoeuropeo e indoeuropeo que los precedió. En cada tronco engalanado, en cada rama que se entrega a las brasas, en cada golpe al Tió, resuena la voluntad de quienes buscaban garantizar, con sus manos y su confianza, el regreso del Sol en su hora más frágil.

Porque el solsticio de invierno no es mero cálculo de procesos astronómicos. Es la prueba de la eternidad y sacralidad del mundo. Para el hombre europeo, que dependía del ritmo de las estaciones y del ánimo de los elementos, el solsticio era una crisis ontológica, una prueba del propio mundo. Era el instante en que el sol —fuente de vida, garante del orden y medida del tiempo— parecía vacilar y agonizar en el horizonte. En la Europa ancestral, desde las estepas orientales hasta los encinares ibéricos, ese estremecimiento celeste reclamaba una respuesta ritual: un intento de rearmar el cosmos a través del fuego, la máscara, el árbol y el sacrificio.

En los próximos dos artículos que publicaremos a lo largo de la semana que viene, abordaremos otras dos cuestiones fundamentales: el solsticio como conflicto ontológico renovador y el significado de la Navidad en el contexto contemporáneo.

«La renovación del hogar —llamada hace mil años, y aún hoy, “fuego de necesidad”— fue combatida con crueldad durante el tiempo de la conversión; aun así, sobrevivió con su nombre antiguo hasta nuestro siglo. Estuvo íntimamente ligada a las costumbres solsticiales, en especial al solsticio de invierno, cuando el renacer del sol se celebraba en el renacer del fuego. (…) Todo ello no son sino variaciones de la antigua plegaria de salvación ligada al fuego del hogar: centro luminoso y cálido del clan, refugio de su vida y, por ello mismo, parábola del Vivir eterno.»36

Honra el retorno del rey Helios junto a tus seres queridos.

1

Höfler, Otto (1934). Kultische Geheimbünde der Germanen.

2

Nietzsche, Friedrich (2001). La gaya ciencia.

3

Según Jean Haudry, en su análisis sobre el simbolismo de la swastika, la palabra se descompone en tres partes: el prefijo su- («bien»), la raíz asti («es», proveniente del verbo ser), y el sufijo -ka.

4

Este emblema, difundido también por el budismo y conocido en China como wàn y en Japón como manji, encarna la «eternidad» o los «diez mil símbolos».

5

Haudry, Jean. Los Indoeuropeos.

6

«καὶ τὸ καλὸν αὐτὸ καθ’ αὑτὸ καὶ τὸ μέγα καὶ τὸ μικρόν… ὁμολογῶ ἑκάστοτε εἶναι ἓν τι ἕκαστον· καὶ τὰ ἄλλα πάντα τῶν τοιούτων μετέχειν…» Fedón 100b–101c, Platón.

7

En este asentamiento de cazadores de mamuts, se descubrieron brazaletes de marfil y estatuillas de aves decorados con patrones de meandros complejos que, al interconectarse, forman proto-esvásticas claras y repetitivas. https://www.obchodjitrenka.cz/en/symbolism.

8

Descubierto en 1902 en un pantano de Zealand, Dinamarca. Datado alrededor del 1400 a.C., este objeto votivo de bronce y oro representa un disco solar tirado por una yegua divina, ambos montados sobre ruedas funcionales.

9

El motivo de la big wheel sun cross (gran cruz solar de rueda) es recurrente, acompañado a veces de cazoletas (cup marks) destinadas a recibir libaciones de sangre, leche o hidromiel.

10

Fragmentos de carros similares en Jægersborg Hegn confirman que no estamos ante una rareza, sino ante una liturgia estandarizada en toda Escandinavia.

11

Esta yuxtaposición caballo-esvástica es un morfema visual que sobrevivirá milenios, reapareciendo en los bracteatos germánicos y en el folclore inglés.

12

El poeta romano Lucano menciona a Taranis como una de las tres deidades principales de los galos —junto a Esus y Teutates—, exigiendo sacrificios humanos.

13

La iconografía es reveladora: se le representa como un hombre barbado, similar a Júpiter o Zeus, sosteniendo en una mano un rayo y en la otra una rueda de carro. En ocasiones, la rueda sustituye al dios por completo. Por otro lado, en la numismática celta, el motivo de la rueda aparece a menudo conducido por un caballo con cabeza humana o un jinete divino, fusionando una vez más los temas del carro solar y la soberanía guerrera.

14

Hilda R. E. Davidson, Gods and Myths of Northern Europe (1964), Myths and Symbols in Pagan Europe (1988).

15

Esta teoría se ve ratificada por los hallazgos en las urnas funerarias anglosajonas de East Anglia (como en Spong Hill), donde las esvásticas estampadas en la arcilla servían para «lacrar» el reposo de las cenizas, encomendándolas a la protección de Thunor, el dios del trueno. Un nexo arqueológico crucial reside en la Piedra de Snoldelev (Dinamarca, siglo IX).

Este monolito rúnico exhibe una esvástica junto a los tres cuernos entrelazados, símbolo odínico por excelencia, mientras la inscripción invoca a un thul (sacerdote). La convivencia de la rueda solar y el emblema de Odín sugiere que el símbolo podía convocar potencias múltiples, manifestando una sacralidad unificada e indivisible.

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«Árvakr ok Alsviðr / heita þeir er upp hefa / sólinasvangvini... Svalinn heitir hann / stendr sólu fyrir / skjǫldr, skínanda goði...». Grímnismál, Edda Mayor.

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«τὸ ἀντίξουν συμφερόν καὶ ἐκ τῶν διαφερόντων καλλίστην ἁρμονίαν καὶ πάντα κατ᾽ ἔριν γίνεσθαι.»

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Tras la cristianización, el símbolo pervivió como el Fylfot o «Cruz del Trueno» en campanas medievales, exorcizando tormentas en una clara reminiscencia de la función de Taranis/Thor contra el caos. De igual modo, el ajuar del Barco de Oseberg (c. 834) atestigua su continuidad ritual entre la élite vikinga, preservando su carga sacra en el tránsito al más allá.

19

Alfred Rosenberg. El Mito del Siglo XX, Edwige Thibaut. La Orden SS.

20

En la torre norte del castillo de Wewelsburg, remodelado por Heinrich Himmler como centro de culto de las SS, existe un mosaico de mármol verde en el suelo de la Obergruppenführersaal (Sala de Generales). El diseño muestra doce runas Sig radiales alrededor de un disco central. El diplomático y escritor chileno Miguel Serrano elevó estas ideas a su máxima expresión teológica. En su sistema de «Hitlerismo Esotérico», el Sol Negro deja de ser un objeto físico para convertirse en un «umbral dimensional» o tubo astral hacia el universo de los Hiperbóreos.

21

Jean Haudry. El simbolismo de la swastika.

22

Fragmento DK 53: “πόλεμος πάντων μὲν πατήρ ἐστι, πάντων δὲ βασιλεύς, καὶ τοὺς μὲν θεοὺς ἔδειξε τοὺς δὲ ἀνθρώπους, τοὺς μὲν δούλους ἐποίησε τοὺς δὲ ἐλευθέρους.”

23

Haudry, Jean. Los Indoeuropeos.

24

Fragmento DK B30: “κόσμον τόνδε, τὸν αὐτὸν ἁπάντων, οὔτε τις θεῶν οὔτε ἀνθρώπων ἐποίησεν, ἀλλ’ ἦν αἰεὶ καὶ ἔστι καὶ ἔσται· πῦρ ἀείζωον, ἁπτόμενον μέτρα καὶ ἀποσβεννύμενον μέτρα.”

25

Artículo del Czech Center sobre “Koleda – Slavic Winter Solstice Festival”.

26

Literalmente Belenos significa «El Hermoso y Resplandeciente» o «El que Más Brilla». Es, en esencia, la personificación céltica viviente del fuego solar.

27

Las 51 inscripciones conservadas desde Aquilea hasta Iberia, junto a las dedicaciones de emperadores como Diocleciano, demuestran un culto amplio y políticamente significativo. Las fuentes históricas narran un episodio durante el asedio de Aquilea en el 238 d.C. por Maximino el Tracio.

Durante el mismo, los legionarios reportaron una teofanía: la aparición de Belenos defendiendo la ciudad desde los aires, rechazando al ejército atacante. Esta leyenda subraya cuán profundamente arraigado estaba el dios en el imaginario mítico-religioso de la región.

28

Émile Benveniste, Dictionary of Indo-European Concepts and Society.

29

Este fuerte espíritu de asimilación con un árbol familiar se refleja en la famosa Volsunga saga germánica, donde el árbol Branstokk simboliza el poder y la prosperidad del clan volsungo

30

Plassmann, J. O. Ancestral Inheritance.

31

Antes de la reforma del calendario, el 24 de diciembre se conmemoraba a Adán y Eva.

32

Fritz Weitzel, Ceremonias familiares de las SS.

33

En el solsticio, la vela guardada del año anterior encendía la nueva, simbolizando que la luz de la raza nunca se extingue.

34

Esta figura, surgida en tiempos de penuria, encarna la preocupación comunitaria por la subsistencia invernal. Vinculada a antiguos ritos solsticiales, la «noche de palpación» (noite do apalpadoiro) simboliza el fin de un ciclo y la esperanza de abundancia. Ignorado por la liturgia eclesiástica, el Apalpador sobrevivió en la oralidad hasta su redescubrimiento académico reciente, erigiéndose hoy como un ícono de identidad popular regional.

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Nos racines: Fêtes et traditions d’Europe au fil des saisons, Gérard Leroy. 2021, Versipellis.

36

Plassmann, J. O. Ancestral Inheritance.



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