El tiempo de la posdemocracia. Un fetiche que hay que superar antes de que sea demasiado tarde

por Enrico Cipriani
Las palabras pronunciadas recientemente por el Papa León XIV sobre la fragilidad de la democracia reabren un debate que, en realidad, la filosofía occidental conoce desde hace más de dos mil años. La democracia, celebrada como una conquista histórica, ha producido una sociedad que confunde la igualdad de derechos con la igualdad de capacidades, transformando toda opinión en un valor absoluto. Vivimos en un mundo donde cualquiera cree poder hablar de economía, medicina, geopolítica o ciencia con la misma autoridad que los expertos. Pero la verdad es simple: cuando se recurre a un cirujano o a un ingeniero, la palabra decisiva la tiene el profesional, no el cliente. ¿Por qué la política debería funcionar de forma diferente?
La democracia contemporánea ha producido una sociedad que premia la superficialidad, la apariencia y el consenso inmediato. Ya no la verdad, sino la estética. Ya no la competencia, sino la popularidad. Un mundo donde la política se reduce a tertulias televisivas y los gobiernos a ejercicios de marketing. La lógica del voto universal ha vuelto irrelevante el conocimiento: la voz de quien ha estudiado y sacrificado una vida a la competencia vale exactamente lo mismo que la de quien nunca ha leído un libro.
Mientras tanto, los países que no se identifican con los modelos democráticos occidentales crecen, se fortalecen económicamente, invierten en investigación y ejercen influencia política y militar. Occidente, en cambio, permanece prisionero de una democracia que genera parálisis decisoria, donde gobiernos débiles se ven obligados a complacer a una opinión pública cambiante en lugar de perseguir estrategias a largo plazo, convirtiéndose así en una babel donde todo es confusión.
Es hora de decirlo con frialdad: la democracia no es un dogma. La selección de los gobernantes debería hacerse en función de la competencia, la preparación, la capacidad de visión y decisión, y no por el número de “me gusta” obtenidos o por la aprobación popular efímera. No se entrega un bisturí a un aficionado, no se confía la educación y formación de las futuras generaciones a un ignorante. ¿Por qué deberíamos seguir confiando el destino del mundo a quien simplemente sabe recolectar votos?
Las democracias occidentales han agotado su impulso histórico. Nos han legado sociedades más frágiles, más superficiales y más débiles, dominadas por la ilusión de que todos tienen derecho no solo a hablar sino también a decidir. Ha llegado el momento de repensar radicalmente las formas de gobierno: no más el dominio de las masas, sino la dirección de élites seleccionadas; no la primacía de la cantidad, sino la de la calidad. No es una invitación a la tiranía, sino a la responsabilidad: el poder para quien sabe ejercerlo, no para quien grita más fuerte.
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