El destino de Europa se decidirá en París (y no es una buena noticia)

Crisis francesa, conflicto europeo y naturaleza de la UE
por Giuseppe Masala
Una de las enseñanzas fundamentales de la historia es que para comprender el destino de Europa hay que mirar a Francia. Esta verdad probablemente es cierta desde el nacimiento del Estado-nación francés, pero se ha hecho cada vez más evidente con el paso de los siglos, en los que —precisamente en Francia— se han producido fenómenos peculiares como la Ilustración, la Revolución Francesa y la epopeya napoleónica.
Todavía hoy es así: Francia es el único país de la UE que tiene disuasión nuclear y asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU, lo que da a París un papel fundamental en la definición del destino de la Europa continental. Sin embargo, en esta etapa histórica, el país atraviesa una profunda crisis industrial, económica y política, que ahora se ha transformado en una crisis política y, cada vez más, social.
El punto clave para entender el origen de la actual crisis francesa hay que buscarlo —¡como siempre!— en el nacimiento del euro. Al igual que Roma, París no ha conseguido resistir la competencia de los países del norte de Europa y sus bien diseñadas cadenas de valor global. Francia también ha vivido el drama de la desindustrialización, al que además se ha sumado el fin de la Françafrique, es decir, el dominio de París sobre sus ex colonias africanas, que garantizaba un mercado seguro para los productos franceses y un flujo constante de capitales hacia París gracias al mecanismo del Franco CFA.
A empeorar la situación francesa ha contribuido otro fenómeno, intrínsecamente ligado al proceso de integración europea. Me refiero naturalmente al llamado eje franco-alemán, que no debe verse solo desde el punto de vista político, sino también desde el económico y financiero. En este último aspecto, el eje debe entenderse en términos muy sencillos y particulares: Berlín siempre —y cada vez más— ha cubierto los crecientes déficits de París en la balanza por cuenta corriente. En otras palabras, Alemania, con su enorme potencia económica basada en un sistema productivo hipercompetitivo a nivel mundial, pagaba las cuentas de París, evitando así a este último el ajuste de cuentas con sus cuentas nacionales cada vez más fuera de control. Obviamente, Berlín no hacía esto por altruismo, sino porque así conseguía el apoyo francés en las políticas europeas y aumentaba su propia hegemonía sobre las instituciones de la Unión. Desde el punto de vista francés, hay que decir que las continuas inyecciones de capital de Berlín y de sus países satélite han funcionado como dosis masivas de morfina que han permitido mantener durante décadas un estado de bienestar de superlujo, evitando que la crisis industrial se convirtiera en crisis social.
Pero si estas dosis de morfina financiera procedentes de más allá del Rin han sido por un lado un bálsamo para París, por otro lado han supuesto una condena al impedir que la política francesa se diera cuenta de la gravedad de la situación, permitiéndole dormir sobre los laureles.
Todo esto hasta el ajuste de cuentas que vivimos estos meses. La posición financiera neta francesa está totalmente fuera de control, con unos 900.000 millones de euros de deuda neta con el exterior. Una cifra astronómica, si se compara con el hecho de que Italia fue intervenida por la UE bajo el gobierno Monti al tener una posición financiera neta negativa de “tan solo” 300.000 millones de euros. Un tercio de la francesa, cuando París no tiene una economía tres veces mayor que la italiana.
La posición financiera neta francesa, por tanto, está fuera de control y, además, debe considerarse totalmente inestable porque ha perdido su principal paracaídas, es decir, el flujo de capitales procedentes de Alemania y sus países satélite, que garantizaban la estabilidad tanto del sistema financiero de París como de la deuda pública francesa. Para demostrar que la situación financiera de Francia es inestable basta citar un dato: los bonos a diez años de París han alcanzado ya una rentabilidad del 3,5%, lo cual es objetivamente muy alto y demuestra que Francia debe ofrecer mayores rendimientos si no quiere presenciar la salida de capitales y la consiguiente crisis financiera y bancaria. En este sentido, que el sistema bancario francés cruje lo demuestra la declaración de la gobernadora del BCE, señora Lagarde, quien dijo a la prensa que “el sistema bancario francés no está en riesgo”. ¿Existe mayor certeza de que un sistema bancario está en riesgo que cuando un banquero central se ve obligado a jurar que no lo está?
La agencia de calificación Fitch también ha tomado nota de la gravedad de la situación, rebajando la calificación de la deuda pública francesa a A+ desde AA-. En resumen, el camino que sigue el país es muy similar al de años anteriores, con tres agravantes:
- Los países del norte de Europa difícilmente podrán sostener el sistema financiero francés con las monumentales inyecciones de capital de estas últimas décadas;
- La posición financiera neta francesa es sumamente grave en relación con el tamaño de la economía del país;
- Es muy probable que Europa atraviese en las próximas décadas una grave crisis, debido a que ya es una zona económica marginal, fuera de los grandes flujos financieros y de innovación tecnológica, y carente de cualquier peso político. En consecuencia, París tendrá más dificultades para sanear sus finanzas, precisamente porque esto deberá hacerse en una fase de dificultad sistémica para todo el continente.
Como siempre ocurre cuando la situación económica de un país es tan inestable, también el marco institucional entra en una grave inestabilidad: los gobiernos en París se suceden muy rápidamente y, sobre todo, vegetan, inermes e incapaces de diseñar una estrategia de salida de esta crisis “a la italiana”.
Y es precisamente en este contexto complejo donde las élites francesas parecen haber elegido el camino más fácil (y más irresponsable) para salir de la crisis: la creación del enemigo externo. Obviamente, este no podía ser otro que el autócrata del Kremlin, Vladímir Putin.
Las declaraciones acerbas de Macron, que ha calificado al presidente ruso de “ogro” y “depredador”, dicen mucho sobre la posición de París: al otro lado de los Alpes quieren la guerra o, en todo caso, un estado de tensión con Rusia, para ocultar así sus dramáticos problemas internos.
Solo en esta lógica se puede entender la idea impulsada por Macron de enviar contingentes militares a Ucrania como tropas de interposición y de establecer una zona de exclusión aérea en el oeste de Ucrania, para derribar los enjambres de drones rusos que imperan en los cielos ucranianos.
Ideas irresponsables que están caldeando el ambiente, hasta el punto de que el portavoz del Kremlin, Peskov, ya ha declarado que considera a la OTAN en guerra con Rusia. No hablemos ya del expresidente Medvédev, que también habla de guerra entre Rusia y la OTAN con sus habituales tonos a lo Zhirinovski.
En definitiva, una cosa es segura: una vez más, el destino de Europa se está decidiendo en París. La paz en Europa solo será posible con un París pacificado.
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