Sobre Nicolás Gómez Dávila, o más bien del pensamiento sin sangre y sin vida


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Por Giovanni Damiano

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Roma, 13 de agosto - Gómez Dávila es indudablemente moderno por su chispeante estilo aforístico y su negación de cualquier enfoque sistemático. E incluso es posmoderno, si nos fijamos en cómo concibió su obra: constitutivamente infinita, siempre alejada del mal de la terminación. Una obra dedicada, por su propia naturaleza, a lo incompleto. Por ello, el colombiano no ha hecho más que añadir notas en los márgenes a un texto que, literalmente, está implícito, porque nunca está destinado a manifestarse ni a explicitarse; como si fuera una mera potencialidad, cuyo poder sólo reside en ser incesantemente comentado. Pero son glosas que se refieren a una obra que en realidad es inasible, fuera de las propias glosas, en un círculo del que no se puede escapar.


La nota desafinada de Gómez Dávila

Al mismo tiempo, y esto es sin duda fascinante, el colombiano se declara un reaccionario integral. Por lo tanto, es un verdadero reaccionario. Lo cual es diferente del conservador, porque no anhela que se conserve un pasado. El verdadero reaccionario lo es porque rehúye radicalmente de las sirenas de la historia, escapando así tanto del pasado como del futuro de cuento de hadas de los progresistas, para captar en el presente un reflejo de esa eternidad que es la única dimensión que le conviene.

Sin embargo, al leer a Gómez Dávila, se percibe una nota discordante, algo que no acaba de encajar. Resulta molesta, al menos para quien escribe, una ostentosa indiferencia hacia la política, una retirada olímpica de los bajos fondos de la historia. Lo cual es una actitud legítima, por supuesto, pero que acaba por hacer un pensamiento demasiado incruento y sin vida, demasiado desconcertante y abstracto. Por supuesto, el colombiano no es comparable, en términos de coraje intelectual, al insufrible e inofensivo Cioran, pero es indicativo de que, al igual que el rumano o, por ejemplo, Guénon, forma parte del catálogo de Adelphi, una editorial que, sin perjuicio de sus enormes méritos, siempre ha mirado la política y la historia con fastidio, si no con altivez, con esnobismo. Una mirada al margen de la melé, un rechazo soberano al choque, a ese conflicto que es la carne de la política, que no se puede compartir, sobre todo para los que se reconocen en el legado de un Maquiavelo o un Leopardi.

Por lo tanto, como coda final, al menos para mi, estas palabras de Martin Heidegger siguen siendo válidas: "Ahora no se trata en absoluto de saber si a los ojos de algunos temerosos "educados" un movimiento popular para el despertar de la nación tiene un cierto "nivel" o no, ni siquiera de saber quiénes de alguna manera "representan" este movimiento y quiénes sólo lo acompañan, sino que sólo se trata de saber si nosotros -cada individuo- emplea la decisión de su voluntad allí donde todavía está la única salvación de la patria, o si disipa y desecha su propia voluntad, sosteniendo la inactividad y la tibieza bajo el manto de la protección de la tranquilidad, las virtudes cívicas y similares. Hoy sólo hay una línea clara que separa claramente la derecha y la izquierda. Una medida a medias es una traición"


 

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