Armin Mohler y la fidelidad a un “estilo” diferente
de Matteo Romano
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„Se es más fiel a un estilo que a ideas“, escribía La Rochelle, y sin duda podemos decir que esta es la línea conductora del breve pero denso ensayo del filósofo y representante de la Nouvelle Droite, Armin Mohler, titulado „El estilo fascista“ (Settimo Sigillo, 1987). Mohler, estudioso de la revolución conservadora alemana y exsecretario de Ernst Jünger en los años de posguerra, así como corresponsal de Evola, es, como se ha mencionado, principalmente conocido por su diálogo con la Nouvelle Droite y por su fuerte crítica al liberalismo.
Ahora, Mohler, a través de una descripción fisionómica de lo que él considera «El Estilo» – la actitud del «fascista» – intenta rastrear el núcleo esencial de esa experiencia histórica, política y social. El contexto en el que surge este breve ensayo puede encontrarse en un debate de aquellos años entre varios intelectuales de la Nueva Derecha francesa, basado en la antigua disputa medieval entre nominalismo y universalismo; debate que se alimentó principalmente a través de artículos y publicaciones en la revista «Nouvelle École», a menudo firmados por Mohler o por Alain de Benoist. Este tema, además, fue retomado posteriormente por Aleksander Dugin, quien en la visión «nominalista» verá la raíz del individualismo liberal moderno.
Para Mohler, en cambio, una visión que sitúe en el centro la individualidad y su valor existencial (y por tanto, que podríamos llamar nominalista) es precisamente lo que permite una recuperación del sentido más auténtico y también crudo de la vida, único en tanto que posibilita una renovación catártica fuera de toda concepción vacía del hombre, abstracta y universal, y por tanto niveladora. Estas ideas fundamentan el liberalismo moderno y sus formas de internacionalismo. De ello se sigue, volviendo a nuestro estudio, que el enfoque adoptado por Mohler para delinear «lo que es fascista» será (con razón, añadimos) meramente prepolítico, pre-doctrinal. En ello sigue la línea trazada por otros estudiosos del fenómeno, como Giorgio Locchi en su «Esencia del fascismo».
Mohler escribe: “En resumen, diremos que a los fascistas realmente no les importa adaptarse a las incoherencias de la teoría, porque entienden entre ellos una vía más directa: la del estilo.” Y además, haciendo referencia a un discurso pronunciado por Gottfried Benn durante la visita de Marinetti a la Alemania hitleriana en 1934, escribe: “El estilo supera la fe, la forma precede a la idea.”
Por tanto, para Mohler, el fascista no es tal porque adhiere a un esquema ideológico, doctrinal o político. Lo es porque ha experimentado en su interior, en lo más profundo de su intimidad, la fatiga mortal de todo mito o valor iluminista, racionalista y democrático. Todo ello estalla ante guerras, revoluciones, crisis económicas y sociales. Pero a esto responde el fascista recogiendo lo positivo de cada crisis, y convirtiéndose en portador de una voluntad creadora que reafirma los valores del espíritu, del heroísmo y de la voluntad sobre la vida.
Mohler cita a Jünger: “Nuestra esperanza descansa en los jóvenes que sufren fiebre, porque la supuración verde del disgusto los consume.” En esto, para el autor, “se encuentra la nostalgia por otra forma de vida, más densa, más real”. Vida más densa, porque más completa, pasada a través de una tragedia experiencial desnuda y regeneradora. Mohler habla de una mezcla entre “anarquía” y “estilo”, entre destrucción y renovación. Y es precisamente esa mortificación heroica la que conduce a una reconexión con la raíz originaria y unitaria de la realidad y la vida del individuo: en la que la oposición entre vida y muerte se supera en una indiferencia interna. Renovación que el fascista siente en sí mismo, pero solo si ha asumido como tarea “la necesidad de morir constantemente, día y noche, en soledad”. Solo en ese momento, al alcanzar el punto cero de todos los valores (no por casualidad, un capítulo lleva por título “el punto cero mágico”), y recurriendo a fuerzas más profundas, forjado virtuosamente a través de un estilo “no teatral, de una fría imponente hacia la cual orientar a Europa”, podrá atestiguar el nacimiento de una nueva jerarquía. Estilo objetivo, frío e impersonal.
Y Mohler encuentra esa actitud específicamente en el hombre y en el «estilo fascista», porque en él, según el autor, se pone en mayor énfasis la individualidad y su experiencia. Mientras que lo que caracteriza mayormente al nacionalsocialista es su acento en el “pueblo”, en la “Volksgemeinschaft”, y en la rebelión social, lo que lo diferencia aún más de lo que Mohler llama “el estadista”, es su admiración por lo que funciona, por lo que no es arbitrario, por lo que está bien integrado en las mallas de una estructura estatal, a veces asfixiante, que no le permite vivir toda la “tragedia” propia del fascista. Aunque los tres “tipos” puedan haber coincidido históricamente, Mohler aquí, en un plano teórico, pretende destacar el carácter específico de lo que denomina “el hombre fascista.”
Es la necesidad primordial de un anhelo existencial que, según Mohler, explica por qué al fascismo “le falta un sistema preelaborado, que explique todo dogmáticamente y en libros”. En ese carácter inmanente, íntimo, individual de la revolución que el fascista realiza principalmente y que lo anima, se manifiesta en una actitud interior, un comportamiento y una dignidad y nobleza particulares, que solo se alcanzan a través de una catarsis interna.
En conclusión, podemos decir que, si bien la interpretación de Mohler puede parecer en algunos puntos forzada, tiene la virtud de no reducir la experiencia y el fenómeno en cuestión a algo accidental, contingente o relegado a una pertenencia partidista, a una doctrina política o económica. Sino que lo sitúa en un nivel más profundo y constitutivo, esto es, en aquello que en el individuo está en comunicación con la esfera del Ser.
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