Lou Salomé, la intelectual voraz que convirtió el genio en materia erótica

Gennaro Malgieri
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Una mujer "fatal" arrasó la cultura europea como un rayo entre la segunda mitad del siglo XIX y los primeros treinta años del XX. Lou Salomé (1861-1937), musa inspiradora, seductora voraz, intelectual refinada, hechicera de hombres y mujeres, ha vinculado su nombre, su vida, su historia y sus experiencias intelectuales a quienes, por diferentes motivos, entraron en contacto con ella, la amaron, la odiaron, la desearon, se dejaron subyugar por su belleza y su refinada inteligencia.
Friedrich Nietzsche, ante todo y sobre todo, es amado/odiado, buscado/rechazado, seducido/extirpado. Admirado, sin embargo, descarada e inconscientemente. Pero el amor insatisfecho entre ambos siguió siendo y sigue siendo un enigma que ni siquiera Freud, otra deidad subyugada por la bella y hechizante ruso-alemana, fue capaz de descifrar. Y luego muchos otros, entre el amor carnal y el espiritual, se disputaron jirones de su alma, de su cuerpo y de su pensamiento, desde Paul Rée hasta Friedrich Carl Andreas, su único marido legítimo, pasando por Rainer Maria Rilke, con quien la furia de los sentidos tuvo su estallido más pleno, hasta muchos otros "menores" que le brindaron un afecto sensual e intelectual al que ella correspondió a veces con generosidad, a veces con cinismo.
Pero es innegable, se lea como se lea, que la historia humana de Lou fue sensacional, extremadamente vital, aniquiladora para quienes se enamoraron de ella aun sabiendo que no serían correspondidos. Buscó el secreto de su inteligencia en los hombres, como lo hizo en las muchas mujeres que fueron sus amigas, pero en una en particular intentó, quizá sin conseguirlo del todo, penetrar en los recovecos más inaccesibles de su espíritu. La relación con Nietzsche era de este tipo.
Y uno lo comprende hojeando las páginas de su autobiografía.
En ellas, Lou admite que no puede dar al filósofo lo que espera, pero tampoco puede prescindir de su dulzura, ni del tormento en el que se enraíza la prefiguración de Zaratustra.
Contradicciones, podría decirse, pero en la compleja psicología de la joven, todo se mantiene unido, como demuestra el relato del encuentro con Nietzsche del que tanto el filósofo como ella saldrían "transformados", por mucho que Lou intente restarle importancia en su autobiografía. En efecto, con la llegada de Nietzsche a Roma procedente de Mesina, también huésped de Malwida con Meysenbug, sucedió algo totalmente inesperado para Lou, que había planeado un viaje junto a su pretendiente Paul Rée. En cuanto Nietzsche fue informado del proyecto, recuerda, "se unió a nuestra unión como un tercero. Incluso se eligió el lugar de nuestra futura trinidad: iba a ser París (inicialmente Viena), donde Nietzsche pretendía profundizar ciertos estudios y donde Paul Rée y yo, desde que estaba en Petersburgo, teníamos como referencia nuestro conocimiento de Ivan Turgenev'.
Pero el proyecto no tardó en fracasar. Nietzsche se enamoró de Lou, le propuso matrimonio, recibió una rotunda negativa, pero no se dio por vencido. El cálido erotismo, aunque platónico, que se había establecido en el grupo le satisfacía de alguna manera. De nada sirvió, escribe Lou, "mi rechazo categórico a la institución del matrimonio y también explicarle que disfrutaba de una exigua pensión como hija de viuda", pensión que perdería si se casaba. Lou fue el tormento de Nietzsche, pero también el de Rée, que más tarde tuvo un trágico final: cayó de una montaña de la Engadina, en el lugar donde el filósofo tuvo la iluminación del eterno retorno y Zaratustra tomó forma.
La dominatrix del triángulo amoroso no ofrece en sus memorias detalles que ayuden a esclarecer el desarrollo de la singular relación, pero no rehúye recordar los pormenores que la unieron a otros hombres, además de su marido, con el que estableció un ménage alterno de alta intensidad erótica, como con el joven poeta Rilke, un encuentro, éste, que tuvo lugar, según confesión de la propia Lou, "entre personas que hacía tiempo que se habían convertido en una intimidad a dos, compartida en todo momento". Comprendió el genio y lo convirtió en un tema erótico, bajo y sobre las sábanas, en definitiva. Voraz de hombres y de ideas.
Al fin y al cabo, sólo ella podía escribir en una carta a Paul Rée, en agosto de 1882, palabras que los hechos confirmarían muchos años después: "Creo que asistiremos a la transformación de Nietzsche en el profeta de una nueva religión, y será una religión que hará de los héroes sus apóstoles".
Tenía razón, la joven trotamundos que dejó el rastro de su avidez de conocimiento en los círculos literarios europeos. Y se equivocó con Nietzsche en muchas cosas, pero no al juzgarlo. Sus memorias huelen a justificación, pero revelan un arrepentimiento (y no sólo hacia Nietzsche) que cultivó casi amorosamente hasta el final de su vida. Arrepentimiento (tal vez) por su temprano abandono de Dios, por una sexualidad cultivada en medio de innumerables aflicciones, por la ausencia de amor verdadero al borde de su aventura terrenal. Ni el jovencísimo Rilke, ni el maduro Andreas, ni siquiera Freud por lo que sabemos y comprendemos de sus memorias, colmaron su desesperada necesidad de amor, sublimada en experiencias intelectuales a las que aún debe su fama y el recuerdo de una existencia que sigue alimentando interrogantes, casi ochenta años después de su muerte.
Sin duda, Lou Salomé fue y sigue siendo una "femme fatale" sin igual, atrevida, sensual, una auténtica aventurera en los bosques de la intelectualidad europea.
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