Postdemocracia - No hay lugar para la dialéctica interna y la confrontación en los partidos cuartelarios
por Mario Landolfi
https://www.destra.it/home/post-democrazia-nei-partiti-caserma-non-ce-spazio-per-la-dialettica-interna-e-il-confronto/
¿Qué ha sido de la (antaño) célebre y temida minoría interna? En los días gloriosos de la Primera República, todos los partidos tenían al menos una. Sólo el PCI se mostraba tímido a la hora de declarar su existencia, quizá debido a un antiguo reflejo ligado al sectarismo cultivado en la clandestinidad. Tanto es así que, en el frente opuesto, incluso el MSI, aunque reivindicaba una ascendencia autoritaria, no desdeñaba la división en corrientes y corrientes. Y es que en aquella época una dirección no era para siempre, sino que representaba una estructura pro tempore, casi siempre resultado de un enfrentamiento congresual librado en torno a tesis opuestas: los partidarios de la tesis ganadora intentaban transformarla en estrategia política mientras que los defensores de la tesis perdedora hacían todo lo posible por sabotearla a la espera de tiempos mejores. Entre asamblea y asamblea, la mayoría y la minoría interna siguieron olfateándose, desafiándose y contaminándose mutuamente. Un prodigio alquímico encerrado en la fórmula de la llamada "dialéctica interna", un eufemismo que a menudo servía para ocultar recatadamente contrastes profundamente arraigados y escisiones verticales. No es de extrañar, pues, que las tribulaciones internas contribuyeran más a dictar la línea política que los objetivos externos.
También en este caso, nada nuevo y nada específicamente italiano, dado que fue Charles de Gaulle quien -con la típica repugnancia del general por todo lo que no fuera militarista- tachó la política de "cocina de partidos". Todo normal, pues. Como el hecho de que nadie pudiera seguir siendo líder a pesar de sus fracasos. Una aclaración, esta última, que sólo es ociosa en apariencia si se tiene en cuenta a los muchos que siguen dictando la ley en el seno de sus propios partidos a pesar de sus estrepitosos fiascos políticos y electorales. Sucede, precisamente, porque la minoría está latente en todas partes. Excepto en el Partido Demócrata, aunque incluso allí se despliega en formas ahora completamente inéditas en comparación con el pasado, prefiriendo las salidas extemporáneas, a menudo desordenadas y vinculadas en su mayoría a reivindicaciones personalistas o, como mucho, de grupo. En resumen, a todos les gusta.
Y los resultados están a la vista: la encuesta de fin de año sobre las orientaciones políticas de los italianos realizada por Ipsos de Nando Pagnoncelli para el Corriere della Sera estimaba un rocambolesco 42,2% (+ 3,2% en comparación con las elecciones generales de septiembre de 1922) de ciudadanos abstencionistas/indecisos. Las razones de la desafección son muchas, millones, como las estrellas del anuncio del famoso salami, pero no cabe duda de que entre ellas también merece mención la ausencia de minorías internas organizadas en los partidos. Lo que significa entonces acelerar la descomposición democrática en los partidos y, en consecuencia, provocar un grave incumplimiento del artículo 49 de la Constitución ("Todos los ciudadanos tienen derecho a asociarse libremente en partidos para concurrir democráticamente a la determinación de la política nacional").
Sí, puede que no esté claro para todo el mundo, pero nuestra Carta Fundamental protege los medios más que el fin. Significa que un movimiento, un partido (no uno fascista resucitado, cuya reconstitución se reivindica expresamente) también puede perseguir objetivos antidemocráticos (por ejemplo, la dictadura del proletariado) siempre que lo haga democráticamente. Si tanto se da, cualquiera puede entender que la "madre de todas las reformas" no es tanto la premier, sino la necesidad de devolver el sentido (y la legalidad) al artículo 49 "obligando" a los partidos a que sus direcciones sean contestables y a que compitan también dentro de ellas.
Fácil de decir, casi imposible de hacer, ya que el argumento se adentra de lleno en el iceberg de la ley electoral. Y hasta un niño comprendería que, mientras esté en vigor el actual sistema de votación, todos los dirigentes de los partidos se sentirán acorralados. No se le escapa, en efecto, que cualquiera que disintiera de sus decisiones pondría en grave peligro su candidatura y, por tanto, su nombramiento (¡no su elección!) como diputado o senador. Y eso no es todo, porque el mecanismo de nombramiento -junto con la coincidencia de la jefatura y la presidencia en la misma persona- trastoca por completo la relación entre gobierno y parlamento: es el primero el que controla y condiciona al segundo y no al revés, como sería lo fisiológico en cualquier democracia.
Basta con darse cuenta de que la cuestión de la minoría interna no es un tema menor ni que deba confiarse a la magnanimidad de los dirigentes o a la sensibilidad de los estatutos. Al contrario, debería convertirse en un dato estructural del contexto político para hacer efectiva la solicitud constitucional del artículo 49. De hecho, es previsible que los partidos que finalmente sean contestables acaben haciéndose más atractivos a los ojos de los ciudadanos también desde el punto de vista del compromiso y la participación, con posible recuperación de la desafección popular y, por tanto, con posible reducción del porcentaje de abstencionismo que hoy hace que el no voto sea con mucho el primer partido de los italianos.
Y si, en el plano más institucional, el retorno de los partidos a la democracia podría devolver la dialéctica Gobierno-Parlamento a su justo lugar, en el plano más político polémico, significaría desarmar a los diligentes denigradores de la Casta, tanto a los que acechan en la tribuna como a sus alborotadores camuflados en el patio de butacas. En resumen, nos guste o no, el futuro de los partidos depende también de la existencia de una minoría organizada en su seno. No se trata de sustituir los actuales regimientos prusianos en los que el líder decide por todos por ejércitos bracaleones en los que nadie manda, sino de devolver a las fuerzas políticas su papel de vínculo con la sociedad civil y de instrumento de selección de la clase dirigente. Desgraciadamente (o afortunadamente), una democracia sin partidos aún no está a la vista, mientras que partidos sin minorías ya los estamos saboreando. Y todos nos hemos dado cuenta de que son más insípidos que una sopa sin sal.
Commentaires
Enregistrer un commentaire