Maquiavelo y el difícil arte de gobernar



Gennaro Malgieri

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El Príncipe de Nicolás Maquiavelo es un texto que no envejece. Antonio Gramsci, que extrajo de él las coordenadas para perfilar la figura del "nuevo príncipe", el ordenante de la política moderna, lo sabía bien. En la Noterelle, se expresaba así: "El carácter fundamental de El Príncipe es el de no ser un tratado sistemático sino un libro 'vivo', en el que la ideología política y la ciencia política se unen bajo la forma dramática del 'mito'". Lo que significa que el elemento doctrinal y racional se encarna en un 'condottiere' que resume la 'voluntad colectiva' cuando ésta se forma a través de un proceso de apropiación del elemento más humano por parte del sujeto activo, a saber, la pasión que mueve el espíritu del pueblo. ¿Fue capaz César Borgia, el duque Valentino, de suscitar un fenómeno similar? La historia lo cuestionará largamente. Pero ciertamente, siguiendo las páginas de Maquiavelo, diríamos que encarnó la "excepcionalidad" en el desgarrado mundo de su época, dirigiendo un proyecto que no dejó indiferente a quienes tenían corazón para sentir y razón para comprender: la creación del Estado nacional.

Valentino, como observó Giuseppe Prezzolini en su magnífico retrato del florentino Nicolò Machiavelli (estrictamente con "c" en su nombre), publicado por Longanesi, era un hombre que había "olfateado los tiempos" y la época, como está documentado, en aquella Italia desunida, dominada por bandas que se disputaban sus destinos, 'urgía hacia una gran unidad nacional, estados modernos más grandes, centros organizativos de justicia e impuestos regulares, presupuestos y arcas públicas separadas de las del príncipe, paz al menos en el interior, represión del bandolerismo. El tiempo acabó con los tiranos, las pequeñas autonomías, las repúblicas, las cortes de escuderos en el siglo XVI. El tiempo volvía a los tiranos en quarto, a los grandes ejércitos, a la justicia y la injusticia en grande, al autoritarismo a gran escala. Las llamadas libertades comunales estaban llegando a su fin en todas partes, porque eran libertades limitadas a grupos y facciones, para dejar paso a la sujeción general, que al menos aseguraba beneficios materiales a un mayor número. La libertad de unos pocos se cambiaba por la semilibertad de muchos".

Era la época del duque Valentino y del secretario florentino. Y cuando el primero expresó al segundo su intención de "extinguir a los tiranos" para crear agregaciones políticas capaces de mantenerse en pie frente a sujetos agresivos dominados por una inoxidable voluntad de poder, ¿cómo no iba a estar de acuerdo quien había declinado la figura del Príncipe en relación con un orden como fundamento de la paz y la prosperidad de pueblos y naciones que surgía de un instinto, de una necesidad de pertenencia política? Es un caballero muy espléndido y magnífico", escribió Maquiavelo, "y está tan animado en las armas que no es cosa tan grande lo que le parece pequeño; y por la gloria y por adquirir estatus nunca descansa, ni conoce la fatiga ni el peligro: llega primero a un lugar que se puede entender el juego desde donde se complace; hace que sus soldados lo quieran bien, ha capitaneado a los mejores hombres de Italia; estas cosas lo hacen glorioso y formidable, sumadas a una fortuna perpetua". Y cuando empezó a crear una especie de ejército nacional, uniendo a la Romaña, Maquiavelo quedó seducido.

Una perspectiva del siglo XVI, podría decirse, comprensible en su momento. ¿Pero hoy? Pues bien, Italia sufre desde hace tiempo la falta de tal perspectiva, realizada en la tensión hacia la recomposición. Por eso la figura del Príncipe como prototipo del unificador es absolutamente actual, ya que sólo en torno a un principio ordenador puede encontrarse el sentimiento de la nación, proyectado en una política unitaria de la que el paradigma maquiavélico se sostiene a pesar de todo, como se ha mantenido durante los últimos quinientos años.

Tal visión, aunque transpuesta a la figura de un Estado-nación compuesto, está lejos de haber perecido. Al contrario, parece extraordinariamente viva frente a la decadencia del arte de gobernar examinado por Maquiavelo a lo largo de su vida como erudito, no menos que como hombre público.

En cuyo centro está el hombre (elemento trágicamente ausente hoy como fundamento de una antropología política) al que hay que dirigirse y para el que se toman medidas que pueden ser incluso impopulares, difíciles de digerir, pero que a pesar de la adversidad que provocan si el gobernante o "decisor" está convencido de su bondad no puede sino adoptarlas con todos los medios a su alcance ejerciendo un poder legítimo.

¿Y cuándo es legítimo el poder? He aquí Maquiavelo: "Un hombre que se convierte en príncipe gracias al favor del pueblo debe mantenerse amigo; lo que le resulta fácil, ya que no pide ser oprimido. Pero aquel que, en contra del pueblo, se convierte en príncipe a través del favor de los grandes debe, antes que nada, intentar ganarse al pueblo; lo que le resultará fácil, cuando tome su protección". Por tanto, el horizonte del príncipe, es decir, del detentador del poder, es el "bien común", cueste lo que cueste. Y mucho más allá del beneficio que él mismo pueda obtener de ello. Porque sabe bien de qué está hecha la naturaleza humana: de por sí triste y entregada a sentimientos cambiantes, voluble e inconstante, más apegada a la defensa de las cosas materiales que a sus propios afectos. Puede que no le guste, pero así son las cosas en la perennidad del devenir, mucho más allá de la "bondad" que caracteriza a algunas épocas, incluida la nuestra.

En general, podemos decir de los hombres", leemos en El Príncipe, "que son desagradecidos, volubles, simuladores, huidos del peligro, ávidos de ganancias y mientras les haces el bien, son todos tuyos, pujadores de sangre, propiedades, vida, hijos, como he dicho antes. Los hombres tienen menos respeto de ofender a uno que se hace amar, que a uno que se hace temer, porque el Amor está sostenido por un lazo de obligación, que, porque los hombres son tristes, se rompe por cada ocasión de su propia utilidad, pero el temor está sostenido por un miedo al castigo que nunca abandona".

A este respecto, Giovanni Papini, en la introducción a los Pensieri de Maquiavelo de 1910 (editorial Carabba), observó cómo el secretario florentino, "atisbando al atardecer la cautividad y la estupidez de los hombres y deseando en su noble mente mejorarlos, no creía que el mejor medio fuera curar las heridas y blanquear las manchas.

Que aspiraba a una especie de ciudad perfecta, habitada por un pueblo libre y virtuoso, sin amos ni tiranos, sin sectas ni batallas, se desprende de muchos lugares de sus obras, pero ¿hay que echarle el grito en el cielo porque tuvo el buen sentido de ver que la República de Platón estaba más bien lejos y César Borgia más bien cerca?".

La negatividad de la consideración de Maquiavelo sobre el espíritu humano es radical. De ahí su razonable pesimismo en el que basa la construcción política del Poder como instrumento regulador de egoísmos, conflictos y desórdenes inevitables. Elementos que cuando adquieren rasgos no privados, sino públicos, dan lugar a acontecimientos que implican a los pueblos y es entonces cuando el Príncipe se ejercita con la pericia que se deriva de sus cualidades y la legitimidad que le confieren quienes le reconocen como titular del poder para representar las razones que le han sido confiadas y defenderlas. En resumen, el "mito" gramsciano, más allá de las contingencias que llevaron a Maquiavelo a identificar al Príncipe con la personalización del Poder, es el Estado.

En la visión antropológica y política de Maquiavelo, la ciudad del hombre está habitada por "brutos racionales" y su ciencia se aplica a minimizar los daños que esta condición provoca y, para responder adecuadamente a las necesidades del mundo humano, propone un arte de gobierno diferente, una "política de mano dura", como dice Sebastian De Grazia en su Machiavelli all'Inferno (Laterza), quien también reconoce que Maquiavelo "entra en escena en el momento en que todo empieza a precipitarse hacia el abismo, cuando la situación reclama un salvador, un 'redentor', un héroe". Lo que significa que en circunstancias particulares, dominadas por una profunda crisis de las instituciones civiles y de la moral común, un país puede necesitar un "poder cuasi real" difícil de encontrar.

Es, por tanto, en el "estado de excepción", políticamente determinado y jurídicamente codificado, donde se legitima la acción del Príncipe como ordenador. Diríamos del Estado y de las formas que adoptará.

En este sentido, la obra de Maquiavelo tiene un valor paradigmático para descifrar nuestra época, que se parece en muchos aspectos a la suya, precisamente porque la explosión de elementos antiestatales y, podríamos decir, anticomunitarios, -asumiendo la formulación de Estado-comunidad para designar la primacía política de la Res publica en la que los ciudadanos (ya no súbditos) se reconocen- ponen en peligro la propia libertad que, en deferencia a cierta lectura de El Príncipe, Maquiavelo consideraba una especie de gafe. Pero éste no es el caso.

Hay épocas en las que la libertad es sucesora del orden civil. Sin la garantía de éste, no puede haber aquélla. Maquiavelo lo vio así y por eso, con palabras que hoy juzgaríamos despectivas, escribió: "César Borgia fue tenido por cruel; sin embargo, su crueldad había reunido a Romaña, la había unido, la había reducido a la paz y a la fe. Lo cual, si lo consideráis bien, veréis que fue mucho más misericordioso que el populacho florentino, que, para huir del nombre del cruel, permitió que se destruyera Pistoia. Por lo tanto, un príncipe no debe preocuparse por la infamia del cruel, para mantener a sus súbditos unidos y en la fe; porque, con muy pocos ejemplos, será más misericordioso que aquellos que, por demasiada piedad, permiten que sobrevenga el desorden, del que surgen las ocurrencias o los robos; porque éstos tienden a ofender a toda una universalidad, y aquellas ejecuciones que provienen del príncipe ofenden a uno en particular".

Entonces, ¿es mejor ser amado o temido? Una combinación de ambos sería mejor. Pero en un mundo idílico, que probablemente no es el nuestro porque la naturaleza humana es inherentemente cualquier cosa menos dirigida hacia el bien. Esto no quiere decir que la convivencia civilizada deba estar dominada por la crueldad, sino regulada para minimizar los conflictos y penalizar a los que infringen la ley. Y en esta dimensión también se despliega el espacio para el amor y la piedad, que viene dado por el miedo de quienes deben proveer para limitar las consecuencias del desorden. Así pues, para los Estados y todas las demás instituciones humanas que inciden en la existencia de ciudadanos vinculados por un orden necesario y, por tanto, aceptado.

Desde hace quinientos años nos preguntamos cómo conciliar los dos estadios conflictivos de la humanidad, el amor y el miedo. Sobre todo cuando la falta del primero da lugar a la corrupción y las costumbres públicas se convierten en un espejo de engaño para personas que creen poder abusar de la mano ligera del príncipe-estado, cuando no de su ausencia.

Desde este punto de vista, no hay nada más revolucionario que la regeneración que supone el principio de la legitimidad del Poder basado no en el origen jurídico de las Constituciones, sino en el político. No sé si Maquiavelo hoy, sonriente como aparece en el retrato de Santi di Tito en el Palazzo Vecchio de Florencia, defendería la abdicación del Estado político en favor de un formalismo caduco o viceversa. Todo apunta a lo contrario. Pero estoy seguro de que, constatando la caída del Estado y los estragos que ha causado en él, se retiraría a San Casciano para "atiborrarse" de "sus" plebeyos, más dispuestos a comprenderle que los poderosos, a los que, quizá sin éxito, ha intentado enseñar el arte del gobierno. Lo más difícil, lo más peligroso. Al menos tan peligroso como el amor que Maquiavelo describió e incluso ensalzó.

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